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Los olvidados de la Reforma Agraria

Desde hace varios años, en el marco de los actos por del Día de la Reforma Agraria, cada 2 de agosto es aprovechado desde el Estado y otras instancias para recalcar los avances del saneamiento de tierras que se sigue ejecutando en el país (proceso que aún no concluye a pesar de que ya van más de dos décadas desde su inicio), haciendo hincapié en los millones de hectáreas saneadas, los miles de beneficiarios y los porcentajes de avance a nivel nacional y departamental. Sin embargo, la agregación de cifras y las descripciones generalizantes que caracterizan normalmente este tipo de información ocultan realidades importantes que vale la pena destacar.

Es indudable que para muchos, sean campesinos, indígenas o propietarios, hombres, mujeres, colectividades, el saneamiento ha significado un logro importante en el reconocimiento de sus derechos a la tierra y al territorio; pero también existen los olvidados por la Reforma Agraria vigente, aquellas familias y comunidades rurales a las que por uno u otro motivo no les ha llegado el proceso de saneamiento o que no han encontrado en el mismo una tabla de salvación plena a sus diversos problemas. 

La situación más dramática posiblemente sea la de algunas comunidades y pueblos indígenas de tierras bajas, altamente vulnerables, que no fueron debidamente identificados en el proceso de saneamiento. Es el caso por ejemplo de la comunidad indígena Ese Ejja de Eyiyoquibo en el municipio de San Buenaventura, que tradicionalmente y de manera itinerante viven de la pesca entre los ríos Beni y Madre de Dios.

Se trata de un pueblo en situación de contacto inicial (que sólo recientemente se ha relacionado con la sociedad mayoritaria dominante y sus instituciones) que, por desconocimiento de las normas y políticas nacionales, su condición de itinerancia, y por su particular relación con el río y el bosque, no fueron realmente atendidos por el Estado a través del saneamiento. Actualmente no tienen reconocido su derecho al territorio. Subsisten asentados en ocho hectáreas periurbanas donadas por una iglesia evangélica en las afueras del poblado San Buenaventura. Sólo recientemente, con el respaldo de organizaciones indígenas matrices como la Central de Pueblos Indígenas de La Paz - CPILAP y el apoyo de algunas organizaciones no gubernamentales han podido acceder a 900 hectáreas de tierra bajo la modalidad de Autorización de Asentamiento, otorgada por el INRA, en un espacio ubicado a 50 kilómetros de la comunidad, sin acceso al río Beni. Con una mirada excesivamente agrarista, sin reconocer su vocación pesquera y de recolección en el bosque, el Estado les ha dado un plazo de dos años para demostrar que el asentamiento está trabajado (con actividades agropecuarias) y que, por lo tanto, cumple una función social.

Otro caso ejemplificador es la situación del pueblo indígena Tsimane del sector Yacuma, ubicado entre Yucumo y Rurrenabaque en el departamento del Beni, que también por tener una práctica de vida itinerante en el bosque y vivir de la caza y la recolección, no fueron beneficiados con el reconocimiento de su derecho al territorio durante el saneamiento. Las 12 comunidades altamente vulnerables que componen este sector se ven gravemente amenazadas por la excesiva distribución de tierras a más de ochenta comunidades interculturales en zonas de control tradicional Tsimane mientras que su demanda de titulación de tierras bajo la modalidad de Tierra Comunitaria de Origen (TCO), establecida en la misma región, no es atendida por el Estado.

También es importante considerar que en otros casos, como buena parte de los territorios guaraníes titulados, el saneamiento de la TCO priorizó la titulación de tierras en favor de medianos y grandes propietarios chaqueños por sobre las demandas territoriales guaraníes, incluso cuando no existían pruebas fidedignas de esos derechos, con el resultado de que al final del proceso, los espacios verdaderamente reconocidos para los guaraníes solo son una mínima fracción de lo demandado y son principalmente áreas sin vocación productiva, como quebradas y laderas. En esos términos, es difícil articular el imaginario territorial de los pueblos guaraníes como espacio de vida social económica y cultural con el reconocimiento de un territorio, parcial, dividido, discontinuo y escasamente productivo. Esta situación se puede encontrar en otras TCO del país.

Por otro lado, en los valles y el altiplano, el saneamiento sí ha reconocido derechos de familias y comunidades campesinas y originarias, pero en la gran mayoría de los casos, este proceso sólo ha significado una confirmación de las tierras que ya fueron tituladas en la Reforma Agraria de 1953 y que han pasado de manos vía herencia y compraventa por al menos tres generaciones. Así el saneamiento simplemente ha revalidado el minifundio y la excesiva parcelación de la propiedad, sin aportar realmente a mejorar las condiciones de vida de sus beneficiarios.

Pero además, el proceso agrario actual no sólo supone la regularización del derecho propietario sobre la tierra. También las políticas de distribución tierras fiscales disponibles son parte importante del mismo. En los últimos años, varios millones de hectáreas se han otorgado de manera colectiva, particularmente en la Chiquitanía y otras zonas de Santa Cruz y del Beni. Sin embargo, este proceso no ha respetado el precepto legal de prioridad mediante el cual las tierras fiscales deben ser primero para beneficiar a comunidades indígenas y campesinas que residan en el lugar y que no posean tierras o las posean insuficientemente. Posteriormente, una vez satisfecha esta necesidad, las tierras fiscales recién deberían poder ser destinadas a beneficiar a comunidades provenientes de otras partes del país. Sin embargo, en la práctica, la gran mayoría de comunidades favorecidas con la distribución de tierras no son de la región, sino que están integradas por familias que vienen de zonas como San Julián, Yapacaní, el Chapare, y que son reconocidas como campesinas o interculturales. Las comunidades indígenas del lugar, como, por ejemplo, los chiquitanos, son también otro de los grupos olvidados, secundarizados por el proceso agrario actual.

Así, es evidente no se puede evaluar las políticas agrarias nacionales sólo desde las cifras. Es preciso considerar la realidad de las comunidades rurales que aún no tienen plenamente reconocidos su derecho a la tierra y al territorio y que, por ello mismo, no tienen posibilidades de mejorar sus condiciones de vida. Queda todavía mucho por recorrer.

Juan Pablo Chumacero R. es Director Ejecutivo de la Fundación TIERRA.

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