Cómo un agricultor hizo de la tapicería su oficio en la ciudad, pero mantuvo un permanente vínculo con su vida en el campo: La historia de Jovito Oruño

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Los escasos recursos para la subsistencia familiar en la comunidad Taypuma Centro empujaron al joven agricultor Jovito Oruño a migrar a la ciudad en busca de otros ingresos que solventen la vida de su familia. Aunque eso sucedió hace 31 años, la falta de un terreno apropiado para la producción agrícola, la falta de agua, el abuso de los comerciantes intermediarios, los cambios en el clima y afectaron a los pobladores rurales sino que se han incrementado y conforman un contexto adverso que impide permanecer en el campo y vivir de lo que da. La ciudad, en cambio, brindó desde entonces y ahora con mayor espectacularidad, una aparente gama de oportunidades con un retorno económico más inmediato para las aspiraciones de jóvenes campesinos como Oruño, ‘solo’ a condición de la venta de la fuerza de trabajo.

 

Aunque grandes contingentes de campesinos abandonan el área rural, esto no significa que abandonan por completo su vínculo con la producción en sus parcelas, ni con el cumplimiento de cargos en sus comunidades. Es el caso de Jovito Oruño, quien al llegar a la ciudad, se hizo del oficio de tapicero de vehículos, pero mientras trabajaba en esa actividad citadina, también conservó su relación con la economía, la organización y la cultura de Taypuma Centro, su comunidad de origen. Esta que se puede considerar doble ‘identidad’, hizo de él un agricultor a medio tiempo.

 

Desde una visión analítica, Gonzalo Colque, investigador de la problemática agraria y director de Fundación TIERRA, afirma que “los pobladores rurales están atrapados en la extrema pobreza” y como una estrategia “…de vida son inducidos a una creciente ‘multiactividad y multiresidencia’, lo que implica menor tiempo de dedicación a la agricultura”.

 

Cuando Oruño cumplió 23 años, decidió marchar a la ciudad. Encargó “sus ganados” a su madre y dejó de cultivar papa en la parcela de su padre Rafael Oruño, ubicada en Taypuma, que se sitúa en el municipio Waldo Ballivián a más de 80 kilómetros de la ciudad de La Paz.

 

Era 1985 cuando llegó a El Alto, un año antes de que esa urbe obtenga el estatus de ciudad. Estaba casado y tenía dos hijos, pero Jovito tuvo que ir solo a la ciudad. Su primer hogar fue un cuarto que habitó en calidad de cuidador en un terreno que era propiedad de su tío Evaristo. Con una mezcla de nostalgia y desazón en la voz, sentado en medio del patio de la que fue la casa de sus padres en su comunidad, recuerda: “Ahí vivimos porque no pagaba alquiler, solo del agua y la luz. Eso me ayudaba”. Como fue para él, esa ciudad ha sido y es habitual destino de campesinos que provienen del altiplano paceño empujados por la desazón económica y el sueño de mejores opciones de vida.

 

Mirando desde otro ángulo, se puede afirmar que hasta el momento en que decidió migrar a la ciudad, Oruño fue parte de ese gran conglomerado de productores que los especialistas catalogan como agricultores familiares porque cultivaba la tierra dentro de su familia y los frutos obtenidos eran para el autoconsumo. En Bolivia este sector representa el 98 por ciento de las unidades productivas agrícolas (UPA), según los datos del último Censo Nacional Agropecuario de 2013, anotados y analizados por el investigador Jose Luis Eyzaguirre en el estudio “Importancia Socioeconómica de la Agricultura Familiar en Bolivia”. El restante dos por ciento está constituido por las UPA de grandes propiedades, muchas de las cuales están dedicadas al agronegocio, especialmente en Santa Cruz. En el transcurso de su vida, muchos de los campesinos, como Jovito, dejan la agricultura familiar y se convierten en “agricultores a medio tiempo”.

 

El joven Oruño decidió dejar su comunidad porque no contaba con buenas condiciones para la producción agrícola en la parcela de su padre y por tanto no tenía un ingreso suficiente para sostener a su familia. Los intereses de su madre y de su hermano mayor se imponían y lo dejaban con la parte menos productiva de las 22 hectáreas de tierra que poseía su padre. “En la misma familia no somos iguales: como sembrábamos juntos, me daban la parte que no sirve. Me decían que siembre allí. Como era menor, tenía que aceptar. De esa manera dije que así nos tratarían cada vez, entonces prefiero irme”, describe en una mañana primaveral bajo la tozuda intensidad del sol altiplánico de la cual lo protege un pequeño sombrero de tela.

 

Los jóvenes rurales que llegan a las ciudades se ven enfrentados a un gran desafío por la sobrevivencia. Bajo el signo de la discriminación social, son empujados a la explotación laboral, al trabajo informal y sin el goce de los beneficios sociales ni estabilidad. Atendiendo a sus memorias, Oruño dice: “Allí, en la ciudad, no es fácil encontrar trabajo. Es difícil. Yo no sabía [hacer] nada, como vivía en el campo, tenía que hacer de todo lo que se podía. Hasta de electricista trabajé. Pero cuando uno es del campo siempre lo discriminan. He tenido que aguantar una y otra cosa”.

 

La dura realidad se repite hasta el presente, ahora con más intensidad debido a la mayor presión demográfica, mayor oferta de mano de obra no calificada, la creciente depauperación laboral y el desmesurado incremento en la informalidad de la economía urbana. Después de tres décadas de vida en la ciudad, Jovito Oruño ve la situación de esta manera: “Los jóvenes van a probar suerte, pocos llegan a estudiar, la mayoría trabajan como albañiles, chóferes, vendedores, o lo que sea para la sobrevivencia. Pero también hay algunos que mejoran con su trabajo”. Con algo de tristeza repite: “[La mayoría] Terminan el colegio, se van a la ciudad, terminan el colegio, se van a la ciudad”.

 

Jovito, el menor de cinco hermanos, también vivió esta difícil inserción a la vida citadina. Contó con ayuda familiar para la incursión en la urbe alteña, pero esa experiencia le ha dejado un recuerdo penoso: “Mi hermano Nicolás tenía su taller de tapicería, así que allí estuve un tiempo en 1986. Como mi hermano era mayor, él no me pagaba. Era mi hermano, cómo le iba a cobrar también. Para comida me daba y nada más. Pero, ¿la familia qué? Me preocupaba y me apenaba”.

 

Por lo visto en algunos casos, estas fuerzas adversas pueden ser las que estimulan las ansias de superación de los migrantes.

 

Tal vez por eso, Oruño decidió independizarse de su hermano mayor y salió en busca de mejores ingresos. “Aprendí a ser tapicero y tomé la iniciativa. Abandoné a mi hermano y busqué otro taller en el año 87. Con eso me solventé y mandaba por lo menos alguito [de recursos] aquí [al campo]”, recuerda con la satisfacción pintada claramente en su rostro.

 

La combinación entre especialización e informalidad en las dinámicas económicas urbanas posibilita que ciertos oficios sean más rentables. La inexistencia de una cultura y fiscalización tributarias, el precio rebajado de insumos que llegan por la vía del contrabando y la exigua remuneración por mano de obra posibilitan un mayor rendimiento a las iniciativas privadas. Algunos agricultores que se benefician de esas ventajas y logran un oficio ‘exitoso’, ven coronadas sus expectativas de mayores ingresos y cierta estabilidad económica. Algo de eso sucedió con Oruño. Consolidó su oficio en la ciudad y llegado el momento llevó a su esposa Candelaria y a sus hijos a vivir en El Alto. Fue una decisión resistida por su cónyuge, quien no quería abandonar la vida rural. Pero él pensaba profundizar su actividad en la ciudad y quería un mejor futuro para sus hijos. Lo cierto es que una vez en la urbe alteña, toda la familia se involucró y especializó en el trabajo de tapicería para vehículos. “Con el trabajo hemos cambiado, ha mejorado la situación. Hemos tenido un buen taller, ahí hemos mejorado. Después tuvimos a un chapista más, así que cuando no había trabajo de tapicería, ayudaba al chapista. Estábamos donde mi tío que tenía un patio grande. Ahí operamos bien”.

 

Wilma, la segunda hija de Jovito, recuerda que Edgar, su hermano mayor, se especializó a tal grado en las labores de tapicería, que en su juventud estudió mecánica automotriz en la Escuela Simón Bolívar. “Su sueño era abrir un taller grande de tapicería y mecánica automotriz”, comenta.

 

Reuniendo los escasos recursos que le reportaba la actividad agrícola y los que obtenía en la tapicería, logró costear una vida con cierto confort para su familia. Posibilitó que sus hijos estudien, los encaminó en un estilo de vida más urbano que rural y construyó una vivienda en la zona Hayna Potosí de El Alto.

 

Edgar, su primer hijo, consiguió su bachillerato en el Centro de Educación de Adultos y por ser el mayor, cargó con la responsabilidad de sus hermanos menores cuando sus padres estaban ausentes. Wilma recuerda que él “...trabajaba de voceador desde muy chico, luego aprendió el oficio de tapicería y ayudaba mucho a mi padre”. Pero las ansias de superación alejaron a Edgar de la vida agrícola. La cercanía a los automotores derivada del trabajo en la tapicería de su padre, lo llevó a convertirse en mecánico automotriz y con compañeros de su carrera abrió un taller en El Alto. Luego estudió electricidad en El Instituto Arias Paz. La buena calidad de su trabajo hizo de él “uno de los mecánicos cotizados en El Alto”, describe su hermana. Su fama le permitió ser contratado como mecánico oficial del cuartel de las Fuerzas Armadas ubicado en Curahuara de Carangas, Oruro. Sin embargo, los automotores que fascinaron a Edgar y le abrieron las puertas a una profesión rentable, también terminaron con su vida en un accidente de tránsito cuando viajaba por la carretera a Oruro desde su taller al cuartel.

 

Wilma, hermana menor de Edgar, tras su bachillerato tuvo la oportunidad de una beca por tres meses a Cuba para hacer trabajo social comunitario. “A mi retorno me incorporé a los programas de apoyo social del Gobierno en mi municipio: alfabetización, focos ahorradores, operación milagro con los médicos cubanos entre otros”. Luego, rememora, “poco o nada ayudaba a mi familia por lo tanto entré a la Universidad Mayor de San Andrés, al Programa Justicia Comunitaria donde me gradué como técnica superior”.

 

Candelaria y Jovito tuvieron dos hijos más: Verónica que, según cuenta Wilma, falleció siendo niña porque no tuvo una buena alimentación cuando vivían en el campo. “No había médicos ni nutricionistas en ese tiempo”.  

 

El último fue Franklin, quién ahora es instructor de música en instituciones privadas. “Su afán es la música”, explica Wilma.

 

En la actualidad, Candelaria es quien más apoya a Jovito en el oficio que solventó gran parte de la vida de la familia, “...pero a veces el menor, Franklin, también ayuda”, explica Wilma.

 

Es muy común que los agricultores migrantes que viven regularmente en la ciudad, mantengan sus lazos con el campo. Oruño no es la excepción. Durante los años de su permanencia en la ciudad, iba a su comunidad para ayudar a sus padres los fines de semana. Así lo recuerda: “Como la tapicería era trabajo personal (independiente) a veces venía en cualquier momento. Digamos que había que colocar abono, alistar para la siembra, venía siempre que tenía tiempo. En la época correspondiente, sembraba un pedazo de tierra que me dieron”.

 

Además del vínculo económico está el organizativo. Todos los comunarios deben cumplir con los cargos que la organización de la comunidad les asigna, de lo contrario la propiedad de sus tierras corre riesgo. Mientras trabajó como tapicero, Oruño desempeñó algunos de los cargos que se habían encomendado a sus padres, según explica, porque ellos eran ancianos y ya no podían cumplir. “Mi papá podía caminar con su bastón, pero no es lo mismo. Había que cumplir las costumbres del cargo y los trabajos [comunales]. Entonces comencé a venir más constantemente a Taypuma. Cumplí los cargos que les tocaban a mis padres, como Junta Escolar, después fui agente cantonal. Yo tuve que asumir esos cargos en los años 2000. Al mismo tiempo atendía la tapicería”.

 

Estos hechos fueron abriendo el camino de su retorno al área rural, lo que en las dinámicas de la relación campo ciudad es relativamente frecuente. El regreso se hizo inevitable signado por la muerte. Según explica Jovito, su madre falleció en 2006, su padre al siguiente año y su hijo Edgar, en 2008. Ante esas adversidades, Oruño se responsabilizó por las tierras y las obligaciones emergentes. “Más vale, decía yo, terminar el cargo estando con tiempo. Cuando uno es mayor, ya no hay caso porque ya no es lo mismo atender los problemas: ya no escuchas bien, ya no ves bien, todo eso afecta. Por eso que ahora ejerzo este cargo que es Sullka Mallku. Sigo yendo a la ciudad. Me faltan dos meses para terminar el cargo”.

 

Como una ironía de la vida, Oruño volvió solo al campo, tal como partió de su comunidad tres décadas antes. Como sucedió al partir de Taypuma y ahora de El Alto, su esposa prefiere la vida que edificó en la ciudad junto a sus hijos.

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