Sin duda, la reforma agraria tuvo un gran impacto en la sociedad boliviana. En aquel entonces, la producción de alimentos era más variada y seguramente saludable. Se puede deducir que las áreas urbanas se beneficiaban de alimentos orgánicos y accesibles a precios bajos. Sin embargo, debido a las desigualdades sociales, esta situación probablemente no era la misma para las comunidades campesinas, los colonos y otros trabajadores rurales. Ellos debían esforzarse mucho más para alimentarse y generar excedentes para las ciudades.
Antes de la reforma agraria (1953), la población boliviana era aproximadamente 2.7 millones de habitantes, con un 70% viviendo en áreas rurales y solo un 30% en áreas urbanas. La actividad agrícola representaba alrededor del 32% del Producto Interno Bruto (PIB), siendo más importante que la minería, que contribuía con el 15%.
El cambio en la distribución de la tierra, como resultado de la reforma, también afectó la producción de alimentos ya que influyó en la disponibilidad de mano de obra que los hacendados solían emplear de forma gratuita. Los nuevos propietarios de pequeñas parcelas tuvieron que adecuarse a producir por cuenta propia. Esta reestructuración resultó en una disminución del PIB agrario en los años posteriores a la reforma agraria.
Con el paso del tiempo, la participación de la agricultura en el PIB ha ido disminuyendo gradualmente debido al crecimiento y la importancia de otros sectores. Se comenzó a impulsar la producción de hidrocarburos como medida para diversificar la producción y exportación, lo que derivó en la producción de gas natural. A pesar de esto, la agricultura siempre ha sido una de las principales actividades generadoras de valor. En la actualidad, representa el 16% del PIB, de los cuales el 6% corresponde a la agricultura no tradicional y el 10% a la agricultura industrial y la ganadería.
La agricultura industrial cobró importancia inicialmente con la producción de caña de azúcar a partir de 1960 y posteriormente con soya desde 1990, convirtiéndose en el cultivo líder en términos de superficie, producción y valor. Actualmente, la soya representa el 40% de la superficie cultivada en el país; si se suman cultivos como el sorgo, el girasol, la chía y otros que forman parte de los cultivos de invierno asociados al ciclo de rotación de la este tipo de agricultura, llegan al 60% de total de tierra cultivada anualmente.
Todo esto ha llevado a que en Bolivia se reflejen cambios en los patrones alimentarios, una pérdida de agrodiversidad y, de alguna manera, una disminución del campesinado. De ser un país con predominancia rural proveedor de alimentos, actualmente solo el 30% de la población vive en áreas rurales, mientras que el 70% reside en zonas urbanas. Esto también se manifiesta en que la provisión de alimentos, que antes era exclusiva de las formas campesinas e indígenas, ahora también proviene del sistema agroindustrial. La introducción de productos industriales en la agricultura boliviana no responde únicamente a necesidades alimentarias locales, sino más bien a la influencia de regímenes alimentarios globales que han uniformizado las dietas de los consumidores que cada vez dependen más de este tipo de agricultura sin agricultores.
El discurso actual del modelo agroindustrial en Bolivia, que gira en torno a la soya en Bolivia, se atribuye el papel de proveedor de alimentos y seguridad alimentaria; sin embargo, el 85% de su producción se destina a la exportación; no obstante, tiene su importancia en el consumo interno, fundamentalmente en la cadena alimentaria de producción de pollo, huevos, carne de porcinos y vacunos.
Por otro lado, aún se encuentran productos de la agricultura familiar en la dieta de los bolivianos, aunque su relevancia está disminuyendo gradualmente debido a la creciente homogeneización de la alimentación. Los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) revelan que actualmente predomina el consumo de azúcares, carnes y grasas gran parte derivados de la agroindustria. Esta tendencia se refleja también en el aumento del consumo de alimentos procesados como el pollo frito y otros productos considerados como “comida chatarra" en todo el país.
A pesar de las narrativas sobre el "vivir bien", los conocimientos ancestrales y el respeto hacia la Madre Tierra, que resaltan las virtudes de los sistemas alimentarios tradicionales, están siendo cada vez más marginalizadas. En su lugar, se está promoviendo, tanto directa como indirectamente, el modelo agroindustrial agroexportador. Aunque este modelo produce alimentos, conlleva altos costos ocultos, especialmente ambientales, como la deforestación de bosques, la sobreexplotación de recursos hídricos y la contaminación por el uso excesivo de agroquímicos. Desde el punto de vista económico, también aprovecha en gran manera los subsidios de hidrocarburos, que en su mayor parte son absorbidos por este sector, además se beneficia de regímenes fiscales especiales, lo que genera alta rentabilidad a sus operaciones sin contribuir significativamente a las arcas fiscales.
Por su parte, la producción agricultura familiar enfrenta desafíos como precios bajos para sus productos, el cambio climático y la apertura de fronteras, que mantienen los precios bajos y desincentivan su crecimiento, dejando vulnerable la producción de alimentos básicos locales.
En el presente escenario —marcado por una inminente crisis energética (falta de combustibles), crisis económica (escasez de divisas) y crisis climática (sequías e incendios), que van generado un incremento notable en los precios de los alimentos—, se revela nuestra vulnerabilidad ante la inseguridad alimentaria. Esta coyuntura muestra dependencia de la agroindustria, que, junto con las importaciones de alimentos, afecta el acceso a los mismos.
Aunque no se espera la desaparición del sector de la agricultura industrial, comercial y agroexportadora, es crucial fortalecer e impulsar el sector productivo tradicional para lograr un equilibrio que mitigue el impacto de las crisis y garantice el autoabastecimiento y la seguridad alimentaria. Es necesario reorientar las políticas y leyes para apoyar la agricultura diversificada y familiar, mediante mayores inversiones directas y mejoras tecnológicas que incrementen su competitividad frente a los alimentos importados.
La obsesión por mantener la estabilidad de los precios con un enfoque centrado en el consumidor ha descuidado la esfera productiva y el importante papel que desempeñan los pequeños productores de alimentos básicos. Las entidades públicas y los recursos estatales deben priorizar la producción de alimentos básicos sobre otras tareas, como el acopio o la comercialización.
Es fundamental que la pequeña producción tenga un impacto tangible a través de políticas que incluyan la distribución de tierras, la recuperación de tierras degradadas, el riego y otros aspectos necesarios. El autoabastecimiento debe ser una parte integral de las estrategias de seguridad alimentaria. La agricultura familiar es clave para la reducción de la pobreza, contribuye a la seguridad alimentaria y facilita la absorción de mano de obra.
Por ello, es crucial actualizar y adoptar nuevas políticas públicas que vayan más allá de leyes o declaraciones. Es imperativo adoptar un enfoque renovado para fortalecer sistemas alimentarios sostenibles y resilientes al cambio climático.
Jose Luis Eyzaguirre es investigador de la Fundación TIERRA.