Para hablar de una reforma agraria contemporánea, es hora de buscar alternativas factibles, que consideren los retos del cambio climático, las economías globalizadas, la presión comercial mundial por la tierra, el desarrollo sostenible y -especialmente- la soberanía alimentaria.
El imaginario nacional respecto a lo que implica una reforma agraria está fuertemente marcado por la Reforma Agraria de 1953, debido a la afectación de las grandes haciendas, la eliminación del pongueaje y la distribución de esas tierras a los campesinos quechuas y aymaras que trabajaban como arrenderos en esos lugares. En este sentido, cuando en Bolivia se habla de reforma agraria, surge inmediatamente la idea de quitarles la tierra a quienes tienen más para dársela a los que menos tienen. Pero, ¿qué sucede ahora en Bolivia? ¿La segunda reforma agraria, impulsada desde 1996 a partir de la promulgación de la ley 1715 del Instituto Nacional de Reforma Agraria (ley INRA) y convertida en revolución agraria con la ley 3545 de la reconducción comunitaria de la reforma agraria (promulgada en 2006), tiene realmente este carácter redistributivo? ¿Podemos hablar efectivamente de una segunda reforma agraria en el país en el sentido que tuvo la de 1953?
Para responder estas preguntas, veamos algunos datos acerca del avance del proceso de saneamiento de tierras a nivel nacional, que desde 1996 se lleva a cabo en el país.
Datos a abril de este año nos indican que un poco más de 87 millones de hectáreas ya han sido saneadas o se hallan en proceso de saneamiento, quedando sólo 20 millones aún sin sanear y un plazo de cuatro años para hacerlo.
Buena parte de esta superficie son tierras fiscales o, más fácilmente, tierras bajo el control y dominio del Estado, que no tienen asignado un derecho propietario sobre una persona natural o jurídica. Las tierras fiscales llegan a 25 millones de hectáreas y en segundo lugar se hallan las Tierras Comunitarias de Origen (TCO) conocidas ahora como Territorios Indígena Originario Campesinos (TIOC) que suman 23 millones de hectáreas. Entre estas dos categorías se llega a la mitad del área total nacional.
Hasta la fecha se ha saneado y titulado también 17 millones de hectáreas en favor de comunidades campesinas o indígenas bajo la forma de propiedad comunaria y pequeñas propiedades; mientras que a abril de 2014, la superficie saneada para medianos y grandes propietarios llegaba a 13,1 millones de hectáreas. Además, quedan alrededor de 9 millones que están en proceso de saneamiento y que aún no han recibido una categorización por tipo de propiedad.
Las cifras muestran que aunque lentamente, luego de 18 años de saneamiento, por fin observamos resultados contundentes; sin embargo, es preciso distinguir qué sucede en cada caso para discernir cuán redistributivo es este proceso.
En relación al conjunto de la población campesina e indígena principalmente de valles y altiplano, el saneamiento sólo ha implicado un reconocimiento formal, una actualización del derecho propietario sobre la tierra que ya poseían. En estas zonas andinas no hay tierras disponibles y es casi imposible ampliar las tierras que cada familia tiene. Queda por sanear buena parte del altiplano paceño, pero la tendencia no cambiará. Se estima que en estas formas de propiedad se tenga alrededor de 10 millones de hectáreas adicionales cuando concluya todo el proceso. Este hecho ha implicado que los movimientos sociales rurales como la CSTUCB y la confederación de mujeres Bartolina Sisa demanden al Estado la dotación de tierras en áreas tropicales. Este es uno de los ejes principales de sus reivindicaciones. En este grupo hay que resaltar que el campesinado del norte amazónico, en el departamento de Pando, sí ha recibido más y nuevas tierras del Estado.
En cuanto a medianos y grandes propietarios, principalmente ubicados en las tierras bajas del país, por razones principalmente políticas y luego de un pacto productivo con el gobierno, el saneamiento recién está comenzando a titular las tierras de los empresarios y por lo mismo, la superficie saneada sigue siendo menor; pero se espera que lleguen a alcanzar al menos 22 millones de hectáreas (una quinta parte de la superficie nacional). Durante mucho tiempo los grandes propietarios se opusieron a que el saneamiento llegue a sus predios por miedo precisamente a la lógica redistributiva de la reforma agraria: el quitar tierras al que tiene más para dárselas al que tiene menos; pero ahora, gracias a sendos acuerdos entre el Estado y el sector agroindustrial en Santa Cruz y el sector ganadero en el Beni, el saneamiento se está comenzando a ejecutar en los llanos. Todo hace suponer que no habrá muchos recortes de tierras en el proceso. Como prueba de ello, los datos oficiales a diciembre de 2013 muestran que solamente cerca de 225 mil hectáreas de tierras de empresas habían sido revertidas al Estado durante los 18 años de saneamiento.
Sin duda que los grandes ganadores son los indígenas de tierras bajas. Ellos, gracias a sus luchas y reivindicaciones y a una normativa favorable a sus intereses desde el año 1996, son los más beneficiados por el proceso de saneamiento. Si hubo un grupo olvidado por la Reforma Agraria de 1953 fue éste y la ley INRA se encargó de saldar esa deuda histórica. De las 23 millones de hectáreas tituladas como TCO, cerca de un 60% se hallan en tierras bajas. En este caso sí ha habido un proceso distributivo importante de tierras fiscales (mayormente bosques no aptos para la agricultura) bajo el cual cerca de 200 mil indígenas de tierras bajas en general recibieron títulos de propiedad colectiva por primera vez. Para las TCO de tierras altas, el restante 40%, el reconocimiento formal ha sido en todo caso sobre espacios (ayllus mayormente) que controlaban de manera ancestral.
Por último, como nunca antes, el Estado ha identificado una enorme cantidad de tierras fiscales, pero la mayor parte no está disponible para su dotación y distribución a comunidades campesinas e indígenas ni para las empresas. De los 25 millones de hectáreas de tierras fiscales, alrededor de 18 millones son tierras fiscales no disponibles, vale decir que se trata de áreas protegidas, parques nacionales, zonas donde se han otorgado concesiones forestales maderables y no maderables, áreas de proyectos estratégicos estatales o por último, áreas de dominio público. Solo menos de un par de millones de tierras fiscales ha sido dotado en propiedad en los últimos años. Tierras realmente disponibles para dotación sólo existen a la fecha 4,6 millones de hectáreas. De estas últimas, el Estado prevé dotar a campesinos e indígenas sin tierras al menos 3 millones hasta el 2017. El problema es que buena parte de ellas se encuentran ubicadas en áreas alejadas de las carreteras y centros poblados, sin prestación de servicios básicos, con tierras frágiles y sin vocación productiva o incluso en zonas anegables varios meses al año.
En consecuencia, a pesar de que uno de los objetivos de la ley INRA es establecer el régimen de distribución de tierras en el país, esta meta se ha logrado solo parcialmente, principalmente de la mano de la titulación de territorios indígenas. Los campesinos de las tierras altas consideran que han sido olvidados por el Estado y es una demanda pendiente ante una promesa incumplida. A la par de esta situación, los avances en cuanto a identificación de latifundios, que no cumplen la función económica social, son escasos y al parecer no hay visos de que se acabe con el latifundismo en los llanos. Siguiendo el modelo brasilero, la Constitución Política del Estado vigente ha generado las condiciones jurídicas para disfrazar los latifundios en unidades empresariales asociativas de 5 mil hectáreas por cada socio. Esta es otra promesa incumplida que queda pendiente en la historia.
En todo caso, si hay algo que finalmente se ha logrado con la aplicación de ley INRA es la regularización del saneamiento de la propiedad agraria y con ello se ha mejorado la seguridad jurídica sobre los derechos propietarios sobre la tierra para todos los actores por igual. Otros avances del saneamiento (más allá de las TCO) son de orden administrativo y no implican grandes y trascendentales cambios en la estructura de la tenencia de la tierra; por lo tanto la reforma agraria está todavía a medio camino, lo cual no debiera asombrarnos.
Las tendencias políticas y económicas de la época en que fue diseñada la ley, el desarrollo de nuestra sociedad y la diferente realidad que se vive en el campo actualmente, particularmente la presión por la tierra desde el agronegocio globalizado para la producción de cultivos para la exportación, hace que sea difícil pensar en una reforma agraria como la del 53. Es hora de buscar alternativas factibles, adecuadas a nuestro tiempo y a las necesidades actuales en el marco de los retos que implican el cambio climático, las economías globalizadas, la presión comercial mundial por la tierra, el desarrollo sostenible y –especialmente- la soberanía alimentaria. Dejemos de exigirle a la ley INRA y a sus modificaciones más de lo que buenamente pueden dar; dejemos de pedir peras al olmo; el país necesita otro marco jurídico político si es que se pretende efectivamente relanzar la reforma agraria, pero para ello se necesitaría una voluntad política que ya no existe en el "proceso de cambio".
* Investigador de TIERRA