Insistentemente, los hechos de corrupción del Fondo Indígena han sido juzgados desde posiciones “moralistas”; es decir, se enjuicia el desfalco de fondos públicos comparando con (y teniendo en mente) una situación ideal en términos éticos o morales. Desde esta mirada, no solo los dirigentes sino también el conjunto de indígenas y campesinos dejan de ser la “reserva moral” de la humanidad y de Bolivia. Se dicotomiza la realidad entre los buenos y los malos. Pero el problema con la mirada moralista es que esta tiende a ignorar los fenómenos sociales de fondo.
El Fondo Indígena (5 por ciento del IDH) fue creado para beneficiar a los indígenas, originarios y campesinos con proyectos de desarrollo productivo y social. Para acceder al financiamiento, los propios interesados –generalmente una pequeña organización del campo– tenían la obligación de diagnosticar su realidad, diseñar soluciones para sus sistemas productivos deteriorados y, además, tramitar la aprobación por parte del Directorio del FDPPIOYCC, es decir, de seis representantes del Poder Ejecutivo y doce miembros provenientes de organizaciones sociales más representativas. Este esquema ya tenía un problema subyacente: mientras la tarea titánica de diseñar respuestas al problema del agro recaía sobre las espaldas de las comunidades campesinas e indígenas, los políticos y la clase dirigencial llegaron a concentrar un alto nivel de autoridad sobre el destino de los recursos.
La concentración del poder en la clase dirigencial contrasta con el carácter honorífico de los cargos. A diferencia de los seis representantes del Poder Ejecutivo, los doce dirigentes campesinos e indígenas del Directorio no percibían ninguna remuneración formal por tomar decisiones de alta responsabilidad y probablemente no tenían otras fuentes de ingreso mientras ejercían sus funciones. Esta es una combinación letal que acabó en el uso del poder para obtener beneficios personales. Cerca del 94 por ciento de los desembolsos habrían sido depositados en cuentas personales de dirigentes campesinos e indígenas, incluyendo algunos miembros del Directorio. En muy poco tiempo, el Fondo Indígena se convirtió en un fondo enemigo de los intereses de fomento del desarrollo de las comunidades campesinas e indígenas. Millones de bolivianos fueron malversados, no beneficiaron a los pobres rurales y, ante las denuncias, finalmente fueron congelados por el gobierno nacional.
Un esfuerzo analítico más detenido obliga a fijarnos en la brecha entre el cómo operó en la práctica la institucionalidad del Fondo Indígena y las dinámicas locales de la gente pobre necesitada de la asistencia estatal para mejorar su aparato productivo. La brecha es enorme entre las iniciativas comunales que no han podido traducirse en proyectos de desarrollo aceptables para la burocracia estatal y los “proyectos fantasmas” diseñados a la medida de las exigencias burocráticas por el entorno tecnócrata de los dirigentes empoderados. El problema mayor es que la realidad de millones de campesinos e indígenas se ha convertido tan solo en un justificativo más para la ilegal distribución de los recursos públicos para otros fines.
Los problemas de fondo ignorados en el análisis son la combinación de la frágil situación económica del campo, la ausencia de iniciativas estatales para edificar instituciones y mecanismos apropiados y acordes con las lógicas económicas de comunidades a menudo en conflicto con el Estado y la emergencia de una clase dirigencial empoderada, a modo de un aparato político ‘bisagra’ utilitario para difuminar la distinción entre Estado y sociedad civil e irremediablemente expuesta a ‘incentivos perversos’.
En suma se puede decir que la mirada moralista del Fondo Indígena si bien contribuye a enjuiciar los actos de corrupción y a censurar moral y políticamente, también exhibe nuestras limitaciones para comprender los fenómenos de carácter estructural que afectan a quienes viven del agro. Los llamamientos a la “corrección moral” de todos los campesinos e indígenas no son más que reacciones cargadas de prejuicios y antipatías hacia la gente pobre del campo.
* Gonzalo Colque es Director de la Fundación TIERRA.