Cuando se trata de rendimientos agrícolas, diversificación o valor de producción, Bolivia ocupa el último lugar en relación con los países vecinos. Tanto en el oriente como en el occidente, la agricultura ha caído en una crisis severa.
Tradicionalmente, la agricultura boliviana ha sido retratada en forma de pequeños campos de cultivos coloridos y manejados por campesinos indígenas. Con el tiempo, esta imagen fue sustituida por extensas planicies de monocultivos, trabajadas con enormes maquinarias agrícolas, siempre fumigadas y, al fondo, silos de granos con capacidad de almacenar miles de toneladas. Esta nueva imagen ha sido y sigue publicitada como la modernidad a la que debemos encaminarnos. Sin embargo, algo huele mal por debajo de esta apariencia. Los indicios crecen y nos hablan de que, tanto la agricultura a gran escala, como lo que queda de la tradicional, están sumergidas por igual en una crisis estructural.
Mientras la crisis del agro valluno y altiplánico persiste desde los años ochenta, la agricultura cruceña presenta un agotamiento más bien reciente y debido a una cuestión de inviabilidad económica, productividad en declive y pérdida de competitividad en el mercado internacional. La agroexportación depende de un único cultivo, la soya, y a la vez, crece la importación de alimentos y el contrabando, al punto que dentro de unos cinco años, el saldo comercial agrícola podría llegar a marcar cero. En otras palabras, estamos encaminándonos hacia algo insólito para un país megadiverso como Bolivia: una agricultura colapsada y a ser importadores netos de alimentos.
Hemos llegado a esta situación, casi insostenible, por diversas razones, pero fundamentalmente debido al papel utilitario y marginal que jugamos dentro del sistema agroalimentario cambiante y globalizado. La producción de soya es utilitaria para abaratar la producción de carne de pollo en Perú o Colombia. Es un trabajo sucio y contaminante que no desean muchos países. Además, es parte de un tipo de agricultura hecha a la medida del agronegocio global que lucra vendiendo semillas transgénicas, agrotóxicos y monopolizando el comercio de granos. Bolivia es un simple proveedor de materia prima agrícola o biomasa y, a la vez, es un mercado secundario, pero, a fin de cuentas, un mercado de consumo de los alimentos industrializados que traspasan fronteras. La papa peruana y otros productos de origen campesino se abren paso debido a que los productores altoandinos perdieron su papel económico y competitividad. Por su lado, los consumidores bolivianos hemos adquirido un apetito imparable por los alimentos ultraprocesados con que nos inunda la agroindustria transnacional. En la adquisición de estos alimentos rebosantes de grasa, azúcares y conservantes químicos, gastamos más de la mitad de los dólares que genera la exportación de soya.
Para una mirada más amplia, vale preguntarse ¿cómo está la agricultura boliviana frente a los países vecinos? Para responder hemos tomado algunos indicadores clave sobre la agricultura de los cinco países vecinos, además de Ecuador, éste último por algunos paralelismos que guarda con Bolivia.
En cuanto a la superficie cosechada, Brasil y Argentina son gigantes que sencillamente no son comparables con Bolivia ni el resto de los países; sin embargo, este hecho es ignorado con frecuencia y casi siempre en Santa Cruz. Para el año 2018, en Brasil, las tierras cosechadas están por encima de 78 millones de hectáreas, mientras que en Bolivia no supera cuatro millones. Argentina bordea 36 millones de hectáreas cultivadas, mientras que los demás países están incluso por debajo de Bolivia. Ignorando estas brechas, los agropecuarios cruceños prefieren arrimarse a los vecinos gigantes, en parte seducidos por el hecho de que también son soyeros. Sin embargo, Paraguay sabe y sufre las consecuencias de este tipo de relaciones desiguales de poder: los “brasiparaguayos” controlan el agronegocio y las tierras, y Bolivia, no está lejos de un destino similar ¿brasibolivianos?
En los países andinos, la superficie cosechada es baja. En el extremo inferior se encuentra Chile que posee tan solo 1,2 millones de hectáreas cultivadas, pero compensa con creces esta limitación, como veremos más adelante, con rendimientos y rentabilidad altos. A diferencia de nuestro país, los países andinos no optaron por la ampliación de la frontera agrícola para monocultivos, sino que consolidaron un modelo agroexportador diversificado y capitalizado. Ecuador destina el 80% de la tierra a la producción de siete variedades: cacao, arroz, maíz, nuez de palma, bananos, caña de azúcar y café. Perú consolida una agricultura de base ancha: trece cultivos ocupan ocho de cada diez hectáreas cosechadas: maíz, arroz, café, papa, plátano, cebada, trigo, cacao, yuca, azúcar, frijoles, quinua y haba. Chile prioriza por igual tanto la producción de trigo para el mercado interno, siendo autosuficiente en un 70%, como la producción de uva y su eslabonamiento a la industria vinícola de exportación. El común denominador que prevalece es a menor extensión de tierras agrícolas, corresponde una mayor diversificación agrícola.
Prestemos atención a otro indicador: los rendimientos agrícolas. La medición de la producción por hectárea permite conocer el potencial productivo de la tierra y el uso óptimo de los insumos agrícolas. Al respecto, la historia no cambia para Bolivia. Se ubica en el último lugar desde hace varios años. Por cada hectárea, cosechamos menos soya, papa, trigo, arroz o casi cualquier otro cultivo que tengamos en mente. Hasta cierto punto la calidad de la tierra y el tipo de cosecha importan, pero no justifican el último peldaño. Chile, Brasil y Perú están por encima de 10 toneladas por hectárea, seguidos muy de cerca por Argentina y Paraguay. Incluso Ecuador se ubica por encima de Bolivia. En nuestro país, a pesar de haberse sustituido la soya convencional por la transgénica hace más de 15 años, las cosechas siguen siendo magras y crece la sombra del estancamiento generalizado.
Un problema irresuelto que afecta a los rendimientos es la escala irracional de las explotaciones agrícolas. En un extremo, el minifundio, incluso se habla de surcofundio, es un obstáculo estructural para la agricultura andina. Las tierras más productivas han sido fraccionadas en extremo debido a la presión demográfica y están degradadas por la sobreexplotación. A su vez, la parcelación presiona a la migración forzada y ésta conduce al abandono de la tierra. El resultado no es otro que tierras agrícolas degradadas y gestionadas pobremente. En el otro extremo, está la tenencia de la tierra a gran escala del oriente boliviano. Es un tipo de agricultura donde la intensificación no interesa dado que sigue siendo más rentable habilitar nuevas tierras a costa del desmonte o la deforestación. Todo esto quiere decir que no solo se cosecha poco por cada hectárea, sino que se lo hace incurriendo en altos costos ambientales. El intento más consistente que hubo para la reestructuración de la agricultura dual está plasmado en la Ley INRA de 1996, pero esta política de Estado fracasó y quedó abandonada durante el segundo mandato de Evo Morales.
Por último, revisemos el valor de la producción agrícola. Como las extensiones cultivadas difieren entre un país y otro, comparemos el valor monetario generado por cada hectárea de tierra bajo producción. En este análisis, lo que sorprende es que los líderes no son los productores de transgénicos, Argentina y Brasil, sino Chile, seguido a distancia segura por Perú y Ecuador. En 2016, el último año con datos disponibles, el agro chileno generó más de 13 mil dólares americanos por hectárea, Perú 5,6 mil dólares y Ecuador 4,1 mil dólares. En los tres casos, una parte significativa está conectada a la agroexportación. Brasil y Argentina reportaron 2,8 mil dólares y 1,5 mil respectivamente. Entre ambos gigantes, el país carioca impone su predominio una vez más y demuestra por qué es el primer productor mundial de soya. Bolivia ocupa el penúltimo lugar transitoriamente porque según las tendencias estadísticas, está expuesto al riesgo inminente de quedar rebasado por Paraguay.
Como hemos visto, los países con escasas tierras agrícolas compensaron sus limitaciones con el alto valor de producción, mientras que los dos gigantes del agronegocio tomaron ventaja del acceso privilegiado a extensas tierras cultivables. Bolivia está, más bien, en una posición incómoda, con un patrón de desarrollo ambivalente sino a la deriva. Tampoco logró adoptar un perfil agrícola integrado, es decir, entre una agricultura andina productiva y una agricultura cruceña competitiva y sostenible. Al contrario, son dos mundos que tan solo coexisten, sin integralidad ni eslabonamientos. Mientras que los grandes agropecuarios siguen encandilados por el modelo soyero del Cono Sur, a pesar de la inserción subordinada, los pequeños productores cada vez son más dependientes de alimentos e ingresos que no provienen de la agricultura. Está claro que esta situación, en extremo frágil, no es otra cosa que una bomba de tiempo contra la seguridad alimentaria de los bolivianos.
Ante este estado del agro, la conclusión inevitable es que la agricultura boliviana ha caído en una crisis severa, donde los transgénicos no son más que una aspirina, un analgésico pasajero pretendido por algunos gremios agropecuarios que actúan en defensa de intereses particulares. La crisis no implica que la misma no sea lucrativa para los grupos de agropoder que controlan tierras y subsidios. Los agentes de cambio están, por supuesto, entre los propios productores del oriente y los pequeños productores andinos, pero, dado que cualquier cambio del sistema agroalimentario es y debe ser de interés colectivo, son decisivas tanto la participación ciudadana, como la reconducción de la agricultura boliviana por medio de una nueva política de Estado.
* El autor es Director de la Fundación TIERRA.