A menos de un mes de la realización de la Cumbre Nacional de justicia plural, fijada para 3 y 4 de junio, no se ha realizado ninguna pre-Cumbre para la justicia agroambiental. La única actividad de conocimiento público es un taller organizado por el Tribunal Agroambiental en la ciudad de Sucre el pasado 10 de abril. Fue un acontecimiento más bien de bajo perfil, con una moderada participación de expertos (nacionales e internacionales), burócratas y algunos miembros de universidades y organizaciones no gubernamentales. Los resultados son escasos. El evento confirmó que, en parte, el problema sigue siendo la baja asignación presupuestaria para este tipo de actividad jurisdiccional y mejorar las capacidades instaladas.
Más allá de lo afirmado en el mencionado taller, uno de los desafíos de la jurisdicción agroambiental es responder a la demanda de acceso a la justicia por parte de campesinos, pueblos indígenas y originarios. A pesar de que es el sector mayoritario de la población rural, es el que menos acude a la justicia agroambiental. En realidad, la mayor parte de las causas y controversias que se resuelven en el Tribunal Agroambiental están relacionadas con los problemas de medianos y grandes propietarios que surgen en el proceso de saneamiento y titulación de tierras.
Entonces, considerando esta realidad, corresponde preguntarnos por qué la mayoría de la población rural no acude ni utiliza la justicia que imparte el Estado boliviano. ¿Será que los campesinos e indígenas no tienen problemas que resolver o son más bien evidencias que nos están mostrando que la justica agraria y ambiental no se adecúa a las necesidades de la población pobre? En otras palabras, el debate debiera tener como punto de partida si el órgano de justicia agroambiental contribuye a la justicia para el sector mayoritario del área rural o solo es una institución que zanja controversias relacionadas con el saneamiento de propiedades agrarias y, en consecuencia, su funcionalidad es temporal.
Desde su creación, el Tribunal Agroambiental se dedicó principalmente a dirimir conflictos sobre el proceso de saneamiento; es decir, de procedimientos administrativos. Desde la época del desaparecido Tribunal Agrario, esta institución no ha podido interiorizarse de forma adecuada dentro de las dinámicas y conflictos cotidianos de las comunidades campesinas, indígenas y originarias. Por eso no es una institución del Estado con legitimidad social para resolver conflictos por tierra y recursos naturales entre los propios trabajadores del agro y de este sector con los medianos y grandes propietarios. Los problemas existen y a diario. Con excepciones, estas pugnas por tierra y territorio no estallaron porque están siendo gestionados por la comunidad, una instancia legítima de resolución de conflictos.
Ahora bien, la acción comunal es significativa pero frágil. Con el tiempo tiende a diluirse –precisamente– debido a la pasividad del propio Estado y más propiamente del Poder Judicial. Las propuestas que buscan aumentar la presencia de jueces agroambientales en el campo, hasta en los lugares más recónditos, sin otro argumento que la mayor presencia estatal, es un imperativo que no evalúa el para qué. Por otro lado, las propuestas de fortalecer aquello que funciona más bien son vagas y difusas precisamente por el débil conocimiento que el Estado tiene de la vida comunal.
Un paso fundamental sería reconocer a la comunidad como un actor jurisdiccional pero no solo en un enunciado normativo general y abstracto. Esto ya existe. El reto es construir verdaderos canales de acción conjunta entre la justicia agroambiental (lo formal) y la comunidad (lo consuetudinario). La clave de la vinculación es la complementariedad y para ello el ámbito formal debe ser capaz de delegar funciones a la organización comunitaria con ámbitos competenciales específicos.
Pongamos un ejemplo. Después de concluida la acción del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), la justicia agroambiental tiene la función de resolver conflictos por incumplimiento de la Función Social (FS) de la tierra y lo hace con escasa habilidad desarrollada para su verificación en el campo. En contrapartida, esta labor es eficientemente encarada por la comunidad organizada a través de normas propias, procedimientos y autoridades campesinas e indígenas. Si esto es cierto, entonces correspondería delegar formalmente esta función y dejar la verificación de este requisito para la tenencia de la pequeña propiedad campesina a la comunidad. En este caso, la tarea de la jurisdicción agroambiental se limitaría a movilizar los medios y mecanismos administrativos necesarios para darle efectividad jurídica a la acción comunal.
A este tipo de concurrencias competenciales se denomina pluralismo jurídico. Pero como hemos explicado, no es la prioridad ni la esencia del evento promocionado como “histórico para la justicia boliviana”, como un “espacio de articulación social e institucional que sentará las bases para la transformación de la justicia en el país”. La Cumbre de Justicia está siendo promocionada como “Cumbre Nacional de Justicia Plural para Vivir Bien”. Sin embargo, si los desafíos de pluralismo jurídico no son el centro de atención, será un evento más donde se manosea y utiliza simbólicamente las prácticas comunitarias de los pueblos indígena originario campesinos.