La migración campo-ciudad es una de los cambios sociales de mayor transcendencia de los últimos tiempos. Desde que el Censo Nacional de 1992 develó que la población urbana había sobrepasado a la rural, la marcha hacia las ciudades avanzó a un ritmo sin precedentes.
El Alto pasó a ser la segunda ciudad más poblada de Bolivia, con la llegada de campesinos del altiplano. A la fecha, Santa Cruz es la principal urbe cuya capa social popular está visiblemente ocupada por los migrantes “collas”. Las principales ciudades intermedias, en esencia, son ciudades satélites pobladas por los llegados de las zonas rurales.
Pero, ¿qué implica esta transformación silenciosa? ¿Dónde se origina y hacia dónde se encamina? Estas y otras preguntas similares son complejas en sí y merecen una atención cuidadosa. En esta publicación solo plantearé algunas pistas indicativas.
Los pobladores de El Alto, grafican el cambio rural-urbano con la frase: del “minifundio al minibús”. Estas palabras ponen de manifiesto que la expulsión de la población rural tuvo su origen en el parcelamiento extremo de la escasa tierra productiva de los valles y el altiplano. A medida que las nuevas generaciones perdieron acceso a la tierra, la economía informal se expandió en las ciudades de la mano de estas personas que llegaron a las ciudades; principalmente para trabajar en los sectores de servicios y comercio.
Los recién llegados, muchos convertidos en minibuseros, no solo transformaron el transporte urbano, sino que dinamizaron la interacción entre el campo y la ciudad. Las remesas de los migrantes que eligieron destinos más lejanos, Argentina o Brasil, junto al auge de la importación de vehículos usados, crearon las condiciones necesarias para apurar la “descapesinización” de las áreas rurales.
Después de la Reforma Agraria de 1953, Santa Cruz ha sido un polo de atracción para los trabajadores temporales en la zafra de la caña de azúcar y para los colonizadores andinos. En sus inicios, la migración interna fue de tipo rural-rural, pero hacia fines de la década de los 80, del siglo pasado, se tornó rural-urbana y, finamente, urbana-urbana. En la actualidad, se puede decir que más de la mitad de los micreros del transporte público cruceño, son migrantes provenientes de las tierras altas. Algo parecido sucede con el sector gremial. Es decir, algunos “camba-collas” pasaron del minifundio al micro.
La fuerza de atracción de las ciudades es tan grande que ni las comunidades indígenas alejadas están libres de esta influencia. Muchísimos jóvenes indígenas de las tierras bajas viven en ciudades como Trinidad o son trabajadores en las haciendas ganaderas. Un sector minoritario estudia en las universidades. Lo cierto es que una parte significativa de indígenas está cada vez más desconectada de su tierra y territorio.
Muchos dirigentes indígenas están atrapados en la paradoja de tener que defender las formas de vida de sus pueblos y, a la vez, intentar vivir de forma estable en las periferias urbanas. Los más trágico, quizá, se observa en los grupos ayoreos, quienes, al ingresar a las ciudades, sufrieron un cambio abrupto en sus formas de vida, porque pasaron de ser recolectores y cazadores nómadas a grupos urbanos excluidos y discriminados. Y no son pocos quienes siguen transitando de las Tierras Comunitarias de Origen (TCO) a los mototaxis.
En Bolivia, son pocas las regiones rurales sin éxodo. Entre estas sobresale el Trópico de Cochabamba, donde la tasa de crecimiento poblacional incluso es mayor al promedio nacional. Es la región donde todavía nacen nuevas comunidades y sindicatos campesinos.
Esto es posible porque los migrantes ocupan espacios y territorios desprotegidos; como ocurre con el Polígono Siete del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Securé). En esta zona, las plantaciones de coca son el motor decisivo de la actividad económica y esto explica su expansión. El futuro de esta realidad excepcional depende, no tanto de la disponibilidad de nuevas tierras, sino de cuánto tolera Bolivia el incremento de la coca excedentaria vinculada con el narcotráfico.
No obstante, para evitar simplificaciones habría que señalar que la desruralización no es unidireccional. Es un proceso de idas y vueltas y, a la par, incompleto. Los pobladores aún combinan su precaria inserción laboral citadina con actividades rurales y agropecuarias.
La fragilidad sigue siendo el común denominador de la economía informal, en general, y de la economía particular de los migrantes. El solar campesino y el chaco familiar todavía juegan el papel de último refugio de los grupos vulnerables que engrosan las zonas periurbanas.
La migración campo-ciudad estuvo y está ausente en las políticas de tierra y reforma agraria. En su momento, no era un factor de peso, como lo es ahora. Esta es una de las razones por la que fracasan las políticas de tierras y los programas de desarrollo agropecuario. Es una realidad que ya no se puede ignorar. Este cambio social necesita ser comprendido de una forma más exhaustiva por parte de las universidades y los centros de investigación.
*Gonzalo Colque es director de la Fundación TIERRA.