El vaciamiento de las comunidades rurales de las tierras bajas es una realidad silenciosa. Poner en debate público esta trasformación importa porque no solo devela la crisis social y el despojo de territorios indígenas, sino incluso pone en cuestión el paradigma del Estado Plurinacional.
Don Víctor Flores es uno de los últimos habitantes de una comunidad indígena ubicada casi en el corazón del bosque seco chiquitano de Santa Cruz. Cada año, en las viviendas de madera se avivan menos los fogones y la algarabía de los niños es menos bulliciosa. Las 18 familias que vivían establemente en el lugar, hoy trajinan en la dinámica urbana y semiurbana del municipio de San José de Chiquitos. Don Víctor, agricultor de 65 años, suele mostrarse alegre con los visitantes casuales, pero en realidad encara sus jornadas de trabajo con amargura. En su comunidad no hay agua, ni escuela y hace poco tiempo se malogró el panel solar. Su situación es más frágil porque sus vecinos, grandes soyeros, ganaderos, colonias menonitas, e incluso comunidades interculturales, han sitiado su territorio. Unos usan avionetas para fumigar sus cultivos con agroquímicos, otros les inundan de agua al cambiar el curso de los ríos, otros intentan convertir sus bosques en carbón.
No es la única comunidad indígena deshabitada. Desde la Amazonia, los Moxos, hasta la Chiquitania, más allá de las identidades culturales e historias regionales, los pueblos indígenas comparten la misma preocupación: el vaciamiento poblacional. La titulación de millones de hectáreas de tierras colectivas no logró revitalizar sus medios de vida y reducir la pobreza, más que crear nuevas esperanzas para el futuro. O sea, ilusiones inciertas. Sería un error esperar que en contextos de economías extractivas las comunidades permanezcan sin configuraciones o adaptaciones, pero lo que alarma es el éxodo hacia los centros urbanos, un movimiento silenciado de muchas formas.
Dentro de los debates de desarrollo rural y cuestión indígena, persiste una mirada casi idílica sobre la vida indígena, una postura que más que empoderar a las poblaciones indígenas como agentes con todas sus complejidades y contradicciones, parece forzar el papel de ser protectores de la Madre Tierra. Dentro de los estudios de desarrollo rural hay cierta reticencia del uso del término “vaciamiento” de las comunidades indígenas. Pero más allá de eso, lo llamativo es que las investigaciones que abordan la migración indígena se apresuran en plantear como solución la promoción de ciudades multiculturales y agendas indígena-urbanas sin detenerse en observar qué sucede en la otra vereda; es decir, en el territorio abandonado. ¿En qué queda la razón de ser de los territorios indígenas?
Este movimiento silencioso de vaciamiento de comunidades indígenas no sólo pone en desventaja a los pueblos indígenas sino a todos. El vaciamiento de las comunidades indígenas en parte es resultado de la proliferación de actividades extractivas, pero a su vez funge como llave para la expoliación abusiva de recursos naturales y públicos. Hay evidencias recientes sobre cómo el repliegue de las comunidades hacia centros urbanos deja los territorios sin organización colectiva y fuerza de resistencia frente a las amenazas externas. Por ejemplo, en Santa Cruz, el pueblo ayoreo sobrevive de dádivas mientras dentro de su territorio comunitario florece la soya. Por otro, las familias guarayas, en vez de cuestionar a los avasalladores de tierra, alquilan y venden miles de predios a los grandes agropecuarios. En la Amazonia paceña, ciertas comunidades tacanas del sector de Río Abajo tienen una mermada resistencia frente a los forestales.
En este sentido, la migración indígena cuestiona el paradigma que dio sustento conceptual al Estado Plurinacional como un modelo alternativo frente al sistema capitalista. Inspirado en las luchas indígenas por el acceso a la tierra catalizadas en la “Marcha por el Territorio y la Dignidad” de 1990, se planteó con convicción política un desarrollo societal multicultural con relacionamiento amigable con el medio ambiente, y sobre todo distante del progreso económico antropocentrista y ecocida. Hoy toca preguntarnos ¿La perspectiva indígena puede seguir siendo el derrotero central de las luchas emancipatorias y de la búsqueda alternativas de desarrollo sustentable?
Don Víctor Flores dice con firmeza que su anhelo es que algún día su comunidad se revitalice, pero no sólo de habitantes sino de actividades económicas que les brinden de comer. Es decir, que las familias tengan medios reales para sostener una vida rural con dignidad. Al chiquitano le sobran las razones, no se puede insistir en sostener la vida rural cuando no hay condiciones materiales para cuidar y criar la vida. La revitalización de las comunidades, sin embargo, es mucho más compleja, y un punto de partida necesariamente es aceptar el vaciamiento de las comunidades indígenas como un hecho y poner el tema en debate público, después vendrán los procesos de discusión del “qué hacer” que sin duda deberán desafiar los marcos analíticos tradicionales.
Martha Irene Mamani es investigadora de la Fundación TIERRA.