En el afán de reducir la alarmante dependencia de importación de combustibles, el gobierno promete industrializar un sinfín de alternativas sostenibles. La era de los llamados biocombustibles, sin embargo, en la práctica es un camino espinoso que reivindica la expansión de los cultivos OGM.
A pesar de más de una década de “vacas gordas”, hoy, nueve de cada diez autos usan diésel importado. Es decir, el sector de transporte no tiene soberanía ni seguridad energética y cuando se acabe el presupuesto millonario para la importación, Bolivia se paralizará. Si además no hay gasolina, las estaciones de servicio estarán atestadas de consumidores acalorados. Las filas por combustibles son el preludio de una revuelta social, al menos eso nos recuerda el gasolinazo de 2010, cuando Evo Morales tuvo que pedir disculpas al pueblo enardecido y anular el decreto 748.
Como solución, desde 2018, el gobierno nacional se empeña en implementar una serie de alternativas energéticas made in Bolivia. La agenda gubernamental está repleta de intenciones para construir fuentes energéticas nacionales que tengan bases u orígenes renovables, alejadas de energías fósiles (petróleo y gas) que tanta contaminación ambiental arrastran. O sea, las autoridades buscan transitar a energías limpias, con etiquetas de biosostenibilidad, principalmente de base agrícola. Los profesionales del Ministerio de Hidrocarburos y Energía y de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos barajan una serie de posibilidades que incluso contemplan planes de recolección de aceites usados de restaurantes o grasas de animales. Y, sobre todo, hacen énfasis en producir agrocombustibles basados en plantas oleíferas como la jatropa y la palma africana que se emplazarían en las comunidades rurales. No hay estudios de prefactibilidad, pero ello no es ningún obstáculo para construir las megaplantas de biodiesel en Santa Cruz y El Alto.
Estas múltiples alternativas de producción de biocombustibles, sin embargo, más parecen ser meras ilusiones que respuestas viables. Y ¿por qué? Pasa que las fuentes de materia prima enumeradas no presentan certezas para generar las 405,000 toneladas de biodiesel proyectadas hasta 2025. Al menos eso indica la conclusión principal de un estudio de la Universidad de Wageningen de los Países Bajos de 2022, encomendado por el mismo gobierno boliviano. Según este informe, solamente el cultivo de la soya presenta las condiciones técnicas para aportar con cerca del 90% de la cantidad de materia prima requerida. Los consultores holandeses argumentan que las plantas oleíferas, al no contar con suficiente información, no podrían sembrarse en grandes cantidades en el corto plazo.
Por lo tanto, este informe termina recomendando al gobierno boliviano dos acciones centrales. Por un lado, intervenir en la producción y exportación de la soya, como la única alternativa viable. Y por otro, evaluar cuidadosamente el empleo de otras plantas oleíferas antes de comenzar a cultivarlas en mayores cantidades, dado que se tratan de especies perennes y es necesario considerar sus impactos socioambientales.
Este es un tema controversial que nos convoca a una discusión urgente. Ciertamente, el informe de la Universidad de Wageningen no es un documento definitorio, pero existen varios elementos que pone en cuestión la “era” de biocombustibles. Pese a que el gobierno proyecta de manera insistente en el imaginario colectivo una transición energética de base popular, campesina, indígena y de pequeños productores; en la práctica el sector agroindustrial es el que está reconfigurando y redireccionando las nuevas políticas energéticas. Los grandes soyeros a la cabeza de la Asociación de Productores de Oleaginosas y Trigo (ANAPO) hacen lobby permanente para influir en la definición de agendas estatales a su favor. De ahí, cada vez que puede, ANAPO recalca que el sector soyero puede contribuir con aceite de soya para biodiesel y sin dejar de exportar, pero con la condición de que se aprueben nuevos eventos transgénicos.
Lo peor de todo, es que la producción de bioenergía con base en los cultivos de soya tampoco llega a ser una alternativa real, y mucho menos sostenible ambientalmente, ni a largo plazo. Existen varios análisis económicos que avizoran un escenario oscuro dado que la producción a gran escala de este cultivo demanda el uso de más combustibles para maquinarias agrícolas. A esto se suman los problemas ambientales inherentes a los monocultivos, como la deforestación de bosques y la desertificación de suelos por el uso masivo de glifosato.
La premura por enfrentar la crisis energética de ninguna manera justifica la alianza económica que se teje entre el Estado y el agronegocio transgénico. La política de biocombustibles es un problema estructural que no podemos dejar en manos de los soyeros y menos aceptar que las decisiones estatales se tomen a la ligera.
Martha Irene Mamani es investigadora de la Fundación TIERRA.