Al 30 de septiembre de 2024, la superficie afectada por los incendios forestales en el país llega a 10.125.400 hectáreas, según información generada por Fundación TIERRA, superando con creces, casi duplicando, las cifras de los incendios de 2010 y 2019, considerados los más severos de la historia nacional. Y el problema se acrecentará ya que, según la tendencia de los últimos años, la época de incendios se inicia en junio y concluye recién en octubre o noviembre.
Se trata de una catástrofe ambiental que afecta no sólo a la flora y fauna de las tierras bajas del país, sino también a la vida de miles de hogares campesinos e indígenas, muchos de los cuales fueron desplazados por la pérdida de sus casas, de sus cultivos y de sus medios de vida, así como por la contaminación del aire y de sus fuentes de agua. Además, este desastre agravará seriamente la crisis climática: agudización de la sequía, incremento de temperaturas, acortamiento de la época de lluvias, menor precipitación hídrica, contaminación de ríos, vertientes, lagunas, entre otros.
Ante la enorme dimensión de los incendios, la gente se pregunta: ¿Qué y quiénes causan los incendios?
En primer lugar, es importante resaltar que, por un lado, los incendios de los últimos años responden a una intencionalidad estatal de ampliar la frontera agrícola y pecuaria, según los lineamientos establecidos en la Agenda Patriótica 2025 (2013) y la Cumbre Agropecuaria “Sembrando Bolivia” (2015). Hay una correlación directa entre la expansión del modelo del agronegocio en el oriente, el incremento paulatino de la deforestación y el agravamiento de los incendios en el país, todo esto apuntalado por la flexibilización de normas ambientales e instauración de políticas que facilitan el desmonte y la quema.
Por otro lado, también es preciso aclarar que, además, el accionar estatal se ha visto empañado por políticas como la de distribución de tierras, que se han aplicado buscando favorecer intereses sectoriales, gremiales y de poder, que a la larga han degenerado en situaciones fuera de control e incluso ilegales, como los avasallamientos de tierras, los asentamientos ilícitos, y la quema de bosques sin permiso para “justificar” apropiaciones de tierras.
En segundo lugar, es importante considerar que, si bien se puede asumir que todos los actores rurales queman, hay grandes diferencias entre sí.
Existen familias campesinas e indígenas que chaquean de manera tradicional, que habilitan pequeñas parcelas de bosque para cultivos destinados al autoconsumo; pero también hay pequeños, medianos y grandes productores, agrícolas o ganaderos, articulados al mercado, que buscan habilitar tierras de cultivo y de pastoreo en dimensiones mucho mayores. En ambos casos, en general, se emplea el desmonte y la quema con algún nivel de legalidad y de control, que se ha visto disminuido en estos años por las condiciones de sequedad extrema en la cobertura vegetal, aumentando el riesgo de incendios descontrolados.
Pero también está la otra dimensión, la de la ilegalidad y del delito, donde grupos organizados en “comunidades” ingresan a áreas protegidas, o avasallan territorios indígenas y tierras fiscales, y prenden fuego directamente al bosque para “justificar” su presencia, apoderarse de tierras y enriquecerse rápidamente. Es más, en algunos círculos de reflexión es frecuente escuchar que estos procesos también están vinculados a actividades delictivas como el narcotráfico y la minería ilegal.
En los últimos meses se puede observar que las representaciones ganaderas y agroindustriales hacen un esfuerzo para que no se les asocie con la dimensión ilegal de los desmontes y los incendios. No parecen comprender que el agente movilizador de estas depredaciones es el modelo de producción agropecuaria vigente en el país. Estas quemas ilegales están directamente relacionadas con el modelo porque luego de los incendios, estas tierras se siembran con soya o algún otro monocultivo; o pasan a ser vendidas o alquiladas al sector agroindustrial.
Sea con buenas intenciones o no, los desmontes y las quemas son parte del modelo productivo en la región. Por ello, si es que se quiere prevenir que en el futuro vuelvan a suceder catástrofes ambientales como la de este año, se necesita un pacto social entre todos los actores involucrados, un pacto por la tierra y el bosque que suponga un cambio fundamental en la manera en que se accede y se usa el suelo y el bosque en el país.
Juan Pablo Chumacero R. es Director Ejecutivo de la Fundación TIERRA.