En los últimos años las tomas de tierras en Bolivia han aumentado no sólo en cantidad, sino también en intensidad. De palos y machetes se ha pasado a armas de fuego, secuestros y muertos de bala. Si el Estado ha tomado alguna acción, generalmente ha sido tardía y con escasos resultados.
En los últimos días, el escenario agrario nacional ha estado marcado por varias acciones interrelacionadas entre sí: a) el aviso gubernamental de la existencia de 208 avasallamientos de predios en el país y la correspondiente solicitud a las distintas instituciones relacionadas con la aplicación de justicia para asumir acciones y eliminar estas vulneraciones al derecho propietario; b) la visibilización de varios avasallamientos actuales, destacándose el caso del predio Trébol en el municipio de Ascensión de Guarayos y el de la familia Kim en la zona urbana de las Lomas de Arena entre los municipios de Santa Cruz de la Sierra y La Guardia; c) las exigencias al Estado de acciones contundentes para resolver estos problemas por parte de organizaciones de productores como la Federación de Ganaderos de Santa Cruz (FEGASACRUZ) y la Cámara Agropecuaria del Oriente (CAO); y finalmente d) las recientes acciones por parte de la policía, la fiscalía, el ministerio de gobierno, entre otros, en términos de desalojos, arrestos y procesos judiciales.
Al respecto, más allá de lo paradójico que es que sea el propio poder ejecutivo quien le pida públicamente a la fiscalía, a la policía que cumplan con su deber, es relevante establecer algunas precisiones importantes.
Ante la ausencia de información específica desde el Estado, se entiende que los 208 avasallamientos listados por el gobierno corresponden a denuncias de situaciones en que derechos de propietarios privados se ven amenazados por grupos de avasalladores en distintos departamentos del país, principalmente en Santa Cruz y Cochabamba. Si se considera que existen situaciones similares que por diversas razones no se denuncian o que involucran a otros actores, comunidades indígenas amenazadas, por ejemplo, lo menos que se puede decir que el dato proporcionado por el Estado es solo parte de una realidad mucho mayor.
Por otro lado, vale aclarar también que esas cifras no consideran otras situaciones en que el término “avasalladores” es erróneamente empleado; como, por ejemplo, cuando distintos actores locales, particularmente en la Chiquitanía reclaman sobre cómo, a partir de autorizaciones de asentamiento otorgadas por el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), nuevas comunidades, legítimas o no, afiliadas a la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos (CSUTCB), a las Bartolinas o a los interculturales, se asientan en tierras fiscales disponibles, vulnerando la noción de territorio que se forma en sentido amplio en las regiones (en los últimos años alrededor de 1.500 nuevas comunidades han recibido este tipo de autorizaciones. De este número, al menos dos tercios se hallan en el departamento de Santa Cruz).
Un nuevo elemento o característica observada en los últimos años es el accionar de grupos armados, que “toman” propiedades de forma violenta, con uso de armas de fuego, quemando maquinarias y desplazando gente generalmente en tierras cuyo derecho propietario no está plenamente definido porque: el saneamiento de tierras no ha concluido, se sobreponen derechos agrarios con otros derechos como los forestales, son tierras en disputa judicial, o incluso, se hallan incautadas, como el caso de La Estrella, propiedad de Ostreicher retenida por vínculos con el narcotráfico.
De esta constatación entonces se desprende que por un lado, estos grupos tienen información privilegiada, de origen estatal, de dónde están estas tierras, cuál es su tamaño, qué personas pretenden propiedad sobre ellas, cómo se perfila que se resuelva el derecho propietario, cuál es su valor actual, etc., reflejando serios niveles de corrupción dentro de las distintas esferas gubernamentales. Desde hace años que se viene denunciando como funcionarios inescrupulosos del Estado aprovechan su condición para favorecer con acciones y decisiones de orden público a quien pueda pagarlo. Posiblemente los casos más sonados fueron las denuncias sobre el INRA 2 en Santa Cruz y el soborno a un anterior ministro de desarrollo rural y tierras.
Por otro lado, también es preciso considerar que en una porción de los casos mencionados por el Estado -no se sabe que tan grande-, los mismos supuestos propietarios avasallados no tienen un derecho reconocido por ley; es más, en algunos casos incluso podrían considerarse también como avasalladores, pretendiendo reclamar fraudulentamente derechos que en realidad no poseen. Las airadas declaraciones de los ganaderos o los agroindustriales no mencionan estas circunstancias y al no hacerlo contribuyen a la radicalización del tema y la construcción de imaginarios generalizantes donde las víctimas siempre son los integrantes de sus gremios.
Otro elemento es la temporalidad. Se desconoce si los avasallamientos registrados corresponden solo al 2022 o si abarcan más años. En todo caso, lo que debe llamar la atención es que se haya permitido que lleguen a ser una cantidad tan grande. Una cifra de ese tamaño demuestra la poca atención que desde el gobierno se ha puesto a estas vulneraciones.
Una de las principales razones de la existencia del Estado es preservar y promover el estado de derecho, vale decir, el principio de gobernanza de la sociedad bajo el cual personas e instituciones están sometidas a las leyes en el país y que busca como finalidad última, garantizar la paz social. Los últimos gobiernos nacionales han omitido esta misión y han dejado que los avasallamientos de tierras crezcan y con ellos, el uso de la violencia, con serias consecuencias.
En los últimos años las tomas de tierras han aumentado no sólo en cantidad, sino también en intensidad. De palos y machetes se ha pasado a armas de fuego, secuestros y muertos de bala. Si el Estado ha tomado alguna acción, generalmente ha sido tardía y con escasos resultados. Varias veces se ha denunciado que la policía simplemente observaba el escalamiento de violencia entre avasalladores y propietarios. Ante la ausencia de acciones punitivas legales, prima la percepción de que estos grupos armados gozan de protección gubernamental y de impunidad. Lo sucedido en las Londras el año pasado es un ejemplo de la relación existente entre avasalladores, organizaciones campesinas subordinadas al partido de gobierno, e instancias estatales (en este caso el INRA departamental de Santa Cruz). En circunstancias como éstas, no es de extrañarse que las tomas de tierras estén aumentando.
Por otro lado, los propietarios vulnerados se ven obligados a acudir a instancias judiciales para defender sus tierras y ante la falta de resultados, incluso en algunos casos, se sabe que han tenido que negociar con avasalladores y pagar “rescates” para recuperar sus propiedades. En otros casos, existen propietarios que han optado por intentar aplicar justicia por mano propia, contratando a su vez grupos de sicarios para expulsar violentamente a los avasalladores, generando más caos, más conflicto.
La tierra tiene diversas connotaciones en Bolivia. Es el hábitat de pueblos indígenas, es un elemento de construcción de identidades y cosmovisiones, es también el recurso necesario para producir alimentos para mantener a las familias y el espacio fundamental para conservar la naturaleza y preservar el medio ambiente. Asimismo, también es un factor de producción, es un elemento esencial para el desarrollo productivo nacional, y por lo tanto, también es una mercancía y tiene valor de mercado.
Esta última dimensión es de particular relevancia en un escenario nacional que apuesta por desarrollar la agricultura industrial y ampliar la frontera agrícola para aprovechar la demanda de cultivos agrícolas a nivel mundial (soya, sorgo, maíz, trigo, entre otros) a costa de los bosques y el medio ambiente. El precio de la tierra en Bolivia ha ido subiendo y eso motiva también a que aumenten los avasallamientos como forma rápida de hacerse con tierras de valor atractivo en el mercado. En general se puede decir que los avasallamientos actuales - con armas, violentos y delictivos- están liderizados por traficantes de tierras que buscan enriquecerse (y seguramente enriquecer a otros) a partir de la apropiación ilegal e indebida de tierras que no les pertenecen.
Este mercado negro de tierras es dinámico y es también impulsado por la discrecionalidad con la que algunos exponentes del agronegocio encaran la cuestión de la tierra. Diferentes estudios muestran cómo se vulneran las normas y se corrompen instituciones y organizaciones para acceder a más tierras, deforestarlas y explotarlas sin control y sin medida en nombre del desarrollo, el crecimiento y la modernidad. Otros elementos articulados al mercado de tierras son la demanda por parte de intereses extranjeros (destacan menonitas por su visible crecimiento poblacional y brasileños por sus lazos con el agronegocio cruceño), la especulación de precios en función a posibles inversiones privadas o estatales de gran dimensión como por ejemplo carreteras; y no falta quien también incluya en este tema al narcotráfico.
Por todo ello, es imperativo que se deje de gobernar en función a intereses de orden sectorial y político y que el Estado recupere su rol como encargado de velar por el estado de derecho, aplicar imparcialmente las leyes y preservar la paz social. Ojalá que las señales recientemente demostradas por las diferentes instancias gubernamentales respecto a asumir acciones en contra de los avasallamientos de tierras sean parte de una política seria y consecuente y no solamente acciones circunstanciales motivadas por la presión mediática y coyuntural.
* Juan Pablo Chumacero R. es Director Ejecutivo de la Fundación TIERRA.