El actual drama ambiental de Bolivia se veía venir. Las leyes incendiarias continúan vigentes. Desde 2019, después de llorar por nuestra biodiversidad muerta, nos quedamos en silencio. A tres años de la mayor tragedia no hemos movido ni un dedo para generar cambios. O ¿acaso hay alguna contrapropuesta a la agricultura extractivista en su expansión?
Bolivia nuevamente se declara en emergencia ambiental. En lo que va del año 2023, se quemaron más de 2,6 millones de hectáreas del territorio forestal con una tendencia de escalonamiento. No es la primera vez que vivimos una catástrofe ambiental de esta magnitud. De hecho, en un pasado no lejano, hemos enfrentado uno de los peores escenarios de la historia ambiental. En 2019, de manera abrupta hemos perdido más de 5 millones de hectáreas, principalmente en el bosque chiquitano de Santa Cruz. Hoy, después de 36 meses, nuevamente el fuego ruge por los bosques y sabanas, y esta vez se instala en la Amazonía paceña y beniana. El gobierno llama a la tranquilidad y con ahínco busca posicionar la idea de que lo que ocurre ahora no es tan desastroso como el 2019. Pero, en qué momento hemos llegado a instalar en el imaginario colectivo esta idea inaudita de que todo está bien si no llegamos al pico de los 5 millones de hectáreas. ¿Qué está ocurriendo?
Los bolivianos desde años atrás hemos abandonado la protección de nuestros territorios forestales amenazados por el fuego descontrolado. Después del grito exasperado del 2019 por auxiliar los bosques damnificados, las plataformas de activistas y defensores de la Madre Tierra han sido presas de un largo letargo. ¿Acaso hemos asumido ingenuamente que los incendios forestales desaparecerían automáticamente? Lo cierto es que los incendios continuaron asechando masivamente los bosques, sabanas y otros ecosistemas. En 2020 se han quemado alrededor de 4 millones de hectáreas, en 2021 llegó a 3,4 millones de hectáreas y en 2022 se calcinaron 4,5 millones de hectáreas de vegetación. En suma, en los tres años hemos afectado 12 millones de hectáreas del territorio nacional, el doble del año de la mayor tragedia ambiental. Los incendios forestales de 2023 habrían pasado desapercibidos nuevamente de no ser la humareda que invadió las áreas urbanas, llegando a traspasar la muralla de Los Andes para alcanzar el altiplano.
Al parecer la desastrosa experiencia del 2019 no ha sido suficientemente alarmante como para reconfigurar el trabajo institucional de las instancias públicas y privadas. Nuestro conocimiento científico sobre las formas de mitigación sigue siendo ínfima. De ahí que no es raro escuchar propuestas absurdas como las del alcalde de Santa Cruz que sugirió el uso de drones para combatir el fuego colosal. No solo hemos olvidado rescatar las lecciones del pasado trágico, sino hemos desatendido la necesidad de entender a profundidad las razones de las quemas que van mucho más allá de variables climáticas. Poco o nada hemos avanzado en identificar a los responsables o el grado de responsabilidad de los mismos. Las perspectivas críticas apuntan a ganaderos y agricultores de gran escala, pero resulta que los incendios forestales también se focalizan en territorios indígenas como está pasando hoy en el Norte de La Paz o como lo fue en 2019 sobre el territorio chiquitano.
En el marco normativo, de la misma manera, no se ha podido alcanzar ningún cambio trascendental. Sigue vigente el paquete de normas (Ley 337, Ley 502, Ley 337, Ley 1098, Ley 1171, Ley 3973, entre otros) instalado por el gobierno del Movimiento Al Socialismo (MAS) para promover abiertamente actividades económicas a costa de bosques. El llamamiento ciudadano para derogar las leyes vigentes no trascendió y quedó en simples palabras. Los partidos políticos con insignias ambientalistas como Comunidad Ciudadana no han hecho su trabajo. Por otro lado, la principal Ley 1171/2019 de uso y manejo racional de quemas continúa sin reglamentación. Las multas establecidas para las quemas ilegales, preludio de los incendios descontrolados, son ínfimas (de 20 a 100 UFV por hectárea)[1]. Y hasta ahora desconocemos si alguien ha comparecido ante la justicia por los incendios de la Chiquitania.
Los culpables somos todos. Hemos perdido nuestra indignación por la destrucción de bosques. En muchos casos prepararse para el “peor escenario” puede ser útil, pero conclusivamente éste no es el caso. Casi a la entrada del penúltimo mes del año, los incendios forestales y los problemas ambientales conexos parecen apaciguarse, pero esperemos que este momento no sea de inauguración de una nueva etapa de olvido colectivo. Necesitamos trabajar en acciones estructurales y críticas por un país libre de destrucción forestal.
[1] 1 UFV es equivalente a 2,46 bolivianos.
Martha Irene Mamani es investigadora de la Fundación TIERRA.