El texto “Alpacoma y el racismo ambiental”, de Álvaro García Linera, califica el desborde del relleno sanitario de La Paz como el mayor “desastre ambiental” de las últimas décadas y acusa a los ambientalistas de callarse y cerrar los ojos ante un hecho de tal magnitud. En su lenguaje, los “impostores ambientalistas” contemplaron impasibles porque no les importa los daños ambientales que afectan a los indios, indígenas y sectores populares. Sin embargo, su punto de partida —Alpacoma como el mayor desastre ambiental— es una especulación sin ningún sustento objetivo, una afirmación falsa y malintencionada. En consecuencia, quien acusa de impostura acaba siendo el verdadero impostor.
Primero, el texto no contiene datos de impacto ambiental del colapso de Alpacoma. Las únicas cifras citadas son que una tonelada de basura generaría unos 40 metros cúbicos de biogás y que los residuos esparcidos alcanzan a 850.000 metros cúbicos; lo que, según el Ministerio de Medio Ambiente y Aguas, equivale a 200.000 toneladas de basura compactada. Son números que por sí mismos no dicen nada, pero usando reglas aritméticas simples se puede deducir que el desborde de Alpacoma, en el peor de los escenarios, habría producido la emisión de unas 6 a 8 kilotoneladas de dióxido de carbono (CO2). ¿Esto es mucho o poco? Visto en su contexto, no representa ni el 0,5% de las 20.462 kilotoneladas de CO2 que Bolivia emitió en 2017 (Emission Database for Global Atmospheric Research, EDGAR). Es verdad que el deslizamiento tiene un efecto negativo para la población local, pero nada habilita a uno a afirmar que se trata del “desastre ambiental más grande y peligroso”.
Segundo, en realidad el mayor problema ambiental de Bolivia es la deforestación y el cambio en el uso del suelo. Más del 80% de las emisiones de CO2 están provocadas por la pérdida de bosques y la expansión de la frontera agrícola. Las estimaciones más confiables y conservadoras oscilan entre 200.000 hectáreas y 300.000 hectáreas deforestadas por año. Y todo indica que la tendencia será aún más preocupante porque el cumplimiento de las metas de la “Agenda patriótica 2025” necesita de la deforestación de al menos cinco millones de hectáreas en el próximo quinquenio. Este es el mayor desastre ambiental que enfrenta Bolivia.
Tercero, la ganadería no solo es un factor de presión para la conversión de los bosques en pastizales, sino que tiene un alto impacto ambiental por el consumo de agua y emisión de metano. La cría de ganado produce más gases de efecto invernadero (GEI), medidos en CO2, que cualquier otra actividad. Esto no debiera soslayarse justo ahora que el sector ganadero planea duplicar el hato vacuno hasta 20 millones de cabezas. Para ello, el Gobierno se comprometió a relajar todavía más las normas agroambientales para facilitar el desmonte, suspender la verificación de la función económico social de la tierra y consolidar las tierras de la reserva forestal Guarayos a favor de los hacendados. La alianza Gobierno-ganaderos fue sellada con el regalo de un caballo al Primer Mandatario. García Linera, quien se muestra preocupado por la basura que no se recolectó en la urbe paceña por motivos políticos, debería enterarse de que una explotación ganadera de 5.000 vacas produce una cantidad de residuos similar al que genera toda la población de la ciudad de La Paz.
Pasando a lo del racismo ambiental; en efecto, es cierto que las comunidades más pobres están agobiadas por un número desproporcionado de proyectos que contaminan la vitalidad de sus ecosistemas, el aire, el suelo y el agua. Alpacoma es parte de esta realidad. La construcción de la carretera del TIPNIS, que el autor del artículo parece concebir como la construcción de un simple puente sobre un río de la Amazonía, también es un hecho de racismo ambiental aunque de mayor impacto socioambiental. Basta ver el “Polígono 7”, un asentamiento de 130.000 hectáreas que en realidad es una zona de refundación de más de 70 comunidades de campesinos cocaleros del Chapare, es decir son dobles y múltiples dotaciones de tierras por razones estrictamente político-partidarias a favor de colonizadores que ya tienen tierras. Si García Linera cree que cuestionar el asentamiento de la comunidad Túpac Amaru en la reserva de El Paquió es racismo ambiental, quizá no está enterado de que casi todos los beneficiarios eran del Trópico de Cochabamba, miembros de familias cocaleras que reciben múltiples dotaciones de tierras en Santa Cruz y que no tienen necesidad de trabajarlas. Precisamente por esta última razón el propio INRA anuló la autorización de asentamiento de esta comunidad. ¿Hacen falta otros ejemplos para entender quién practica el racismo ambiental? Ahí está la planta nuclear de $us 318 millones que los rusos construyen en El Alto, en una zona aledaña a los asentamientos de las familias urbanas más pobres de Bolivia.
En tono alarmista, el texto denuncia la contaminación del río Achocalla por el derrame de lixiviados que habría liberado plomo y arsénico. Según EPSAS, con el incidente la concentración de plomo alcanzó 1,179 miligramos por litro, 28 veces más alta que río abajo. Otra vez, estas cifras no dicen nada en sí, pero cualquier argumento alarmista se cae si contrastamos este grado de contaminación con el del río Pilcomayo, donde la presencia de plomo es el triple o más, dependiendo del lugar de la muestra. Este río es fuente de vida de las comunidades campesinas e indígenas dedicadas a la agricultura y pesca de sábalo, pero está contaminado por la minería de Potosí, que opera sin estándares de control ambiental por parte del Gobierno nacional. No solo los indígenas del chaco (weenhayek, tapiete y guaraní) sufren las consecuencias sino también los mineros. Un estudio de Philco (2003) evidenció en muestras de orina que el nivel de contaminación por arsénico de los trabajadores metalúrgicos de Oruro es 78 veces mayor al límite biológico tolerable. La contaminación del ecosistema con metales pesados, mercurio sin licencia ambiental en el sector aurífero o agrotóxicos no es provocada por los ambientalistas sino por quienes usurpan conceptos y banderas de lucha de los activistas de la justicia ambiental.
El texto “Alpacoma y el racismo ambiental” no aporta a ningún debate, pero devela algo más preocupante: la visión miope de la clase gobernante, que impide captar la gravedad del daño socioambiental provocado por el modelo económico extractivista.
* El autor es Director de la Fundación TIERRA.