El problema de fondo es el modelo extractivista que predomina en Bolivia y el desafío mayor es transitar de una sociedad rentista hacia una sociedad productiva y sostenible.
Desde que está vigente el decreto Nº 1802 del año 2013 que crea el doble aguinaldo, los trabajadores asalariados gozaron de este beneficio por cuatro años: 2013, 2014, 2015 y 2018. Esto significa que la economía boliviana se mantuvo pujante y el PIB creciendo por encima del 4,5% interanual. Sin embargo, este ciclo de boom económico está en declive y todo indica que la gestión 2019 se cerrará con el PIB anual más bajo de los últimos tiempos: entre 2% y 3%. No sólo se esfuma el retorno del doble aguinaldo, sino que el problema de fondo es más preocupante que eso.
Primero, los ingresos son sensibles y han sido afectados por la caída de la renta petrolera. Influyen tanto la disminución de los volúmenes de gas exportado a Brasil y Argentina como la caída del precio internacional del petróleo desde el año 2014. El agotamiento de las reservas de gas en los pozos en explotación empujó al gobierno anterior a financiar proyectos desesperados de exploración hidrocarburífera, incluso en zonas no tradicionales, como la cuenca de Madre de Dios de la Amazonia, las áreas protegidas y los territorios indígenas. Hasta ahora, sin resultados concretos.
Los megaproyectos de industrialización emprendidos en tiempos de “vacas gordas” no han sido fuentes de nuevos ingresos y es más probable que acaben siendo los nuevos “elefantes blancos”. Por no decir todas, la mayoría de las grandes inversiones públicas no tienen factibilidad económica ni generan ganancias: la planta de urea y amoniaco de Bulo Bulo que costó más de mil millones de dólares, la Empresa Azucarera San Buenaventura (Easba), el proyecto siderúrgico El Mutún, el Servicio Nacional Textil (Senatex) o la Comibol que opera tan solo para solventar sus gastos corrientes. El litio que despierta expectativas sobredimensionadas, más bien luce como una alternativa económica a largo plazo que; además, demandará altos costos de operación y tecnología de punta.
Segundo, el gasto público no ha dejado de subir ante el crecimiento de las obligaciones gubernamentales y el engorde de la burocracia estatal. Además de la necesidad de que el Estado debe sostener y ampliar los servicios públicos y los bonos sociales, preocupan los gastos y las deudas que derivan de las empresas públicas que funcionan a pérdida, de las alianzas público-privadas del sector agropecuario que no benefician a las arcas del Estado o el endeudamiento interno y externo que crece cada año.
Una parte significativa del gasto público se debe a las subvenciones. La importación creciente y a precios subvencionados de hidrocarburos —principalmente diésel— es un mal que los gobiernos arrastran desde hace más de dos décadas. Para la gestión 2019 el gasto rondará 390 millones de dólares, lo que significa37% de crecimiento con respecto al año anterior. La solución que ensayó el gobierno anterior no fue reducir la subvención al diésel, sino producir biodiesel en Bolivia. ¿Acaso producir más soya para biodiesel no implica más maquinarias agrícolas y; en consecuencia, más diésel importado?
Tercero, la balanza comercial registra números rojos para Bolivia desde hace cuatro años. Las exportaciones han caído ya sea en volumen o en valor y; al contrario, las importaciones crecen y se expanden sin remedio a costa de la decaída producción nacional. Ha dejado de ser una excepción que el gobierno deje en manos de empresas extrajeras la construcción de las grandes infraestructuras. Las constructoras llegan al país con el respaldo de sus gobiernos que otorgan préstamos al gobierno boliviano y traen sus propias cuadrillas de trabajadores calificados y no calificados. La primarización de las exportaciones es otra característica dominante y en alza. Por lo tanto, nuestra economía se hace más vulnerable a los vaivenes del mundo globalizado.
Las importaciones y el contrabando agobian a los productores nacionales. La mercancía china rebalsa los mercados de consumo y los alimentos frescos y procesados que se internan desde los países vecinos, dejan sin un papel económico a los campesinos y pequeños productores. China fabrica productos acabados y adaptados al consumidor boliviano: wiphalas, banderas tricolores y departamentales, polleras, mantas y otros similares que, al parecer, no lastiman el patriotismo exacerbado de muchos.
El problema es de carácter estructural. Al margen del modelo estatal ensayado por el gobierno anterior o la incrustación del sector privado en el gobierno transitorio, el problema de fondo es el modelo extractivista y el capitalismo raquítico que caracterizan a la economía boliviana. Somos un país de escarbadores de la tierra para apropiarnos de la riqueza del subsuelo. En última instancia, el crecimiento o el estancamiento del PIB no son más que el reflejo de cuánta riqueza enterrada extraemos. En el sector privado, los económicamente más poderosos son, inevitablemente, quienes controlan directa o indirectamente la renta de los recursos naturales. Básicamente, no tenemos empresarios sino “empre-saurios” preocupados por conservar sus cuotas de poder en el sector extractivo.
Mientras los grandes controlan el extractivismo, los pequeños productores o microempresarios son gestores de un capitalismo raquítico y periférico. Se diferencian de los primeros porque generan valor agregado al ser intensivos en mano de obra, al transformar la materia prima o al emplear sus conocimientos. Es una economía débil por el lugar marginal que tiene dentro de la economía nacional, pero tiene la cualidad de ser el punto de partida para cualquier proyecto transformador que apueste a la transición desde la sociedad extractiva vigente hacia una sociedad productiva.
El inicio del ciclo de las “vacas flacas” y el nuevo escenario político, obligan a los candidatos —y al próximo gobierno— a proponer e implementar programas de gobierno que lleven a la refundación de la economía boliviana. Por un lado, existen suficientes indicios sobre la inviabilidad económica de las mega-industrializaciones del MAS para combatir el extractivismo con más extractivismo. Las propuestas de reingeniería como la racionalización del gasto fiscal, la renegociación de la deuda o la apertura de mercados, son medidas para sobrellevar las agitaciones del corto plazo y suelen estar orientadas a proteger los intereses del poder económico. Por otro lado, tenemos el desafío de crecimiento económico sin costos socioambientales. Aunque este último es un reto enorme para un país extractivista como el nuestro, los desastres ambientales, como el incendio de la Chiquitania, señalan que el momento es ahora.
* El autor es Director de la Fundación TIERRA.