La élite rentista se caracteriza por acumular riqueza a partir de la apropiación privada de recursos naturales, subvenciones y favores estatales, licitaciones a medida de obras y servicios públicos o mediante negocios monopólicos.
Después de la salida de Evo Morales, la élite rentista ha abandonado de prisa el perfil bajo que mantuvo por más de una década. Este estrato social había quedado desplazado de la política con la llegada al poder del Movimiento al Socialismo (MAS), pero pervivió agazapado en el campo de la economía rentista. Hacia finales del año 2010, el gobierno de Morales acabó aceptando este repliegue a medias, en su momento visto por ambos bandos como una división salomónica del poder.
Las élites estaban casi derrotadas. El creciente control estatal de la renta extractiva y el intento decidido de reformar la propiedad de la tierra, expresaban las intenciones decididas del gobierno por trastocar el patrón extractivo controlado por pequeños grupos de poder. Pero, la precariedad de los proyectos estatistas de desarrollo y el susto provocado por la caída abrupta del precio del petróleo, convencieron al gobierno de abrazar la salida fácil: profundizar el modelo extractivo. Además, Morales descubrió que no hacía falta traducir en hechos su discurso anticapitalista. Bastaba la radicalidad de su prédica para conservar casi intacta su popularidad.
La élite que ahora renace tuvo y tiene su razón de ser en la economía rentista. Sus privilegios económicos no se originan en la esfera propiamente productiva o generadora de valor agregado, sino en el poder de control y acaparamiento de la riqueza natural. En un sentido estricto, la élite rentista se diferencia de los empresarios o emprendedores porque acumulan fortunas a partir de la apropiación privada de recursos naturales, subvenciones y favores estatales, licitaciones a medida de obras y servicios públicos o mediante negocios monopólicos. Por eso se preocupan por conservar los canales de acceso al poder político, antes que de mejorar la productividad y competitividad económica.
Uno de los grupos sociales más representativo está anclado en el agro cruceño. Los gremios y las familias elitistas son los mismos que existían antes del gobierno de Evo Morales. Sorprendentemente, no solo lograron conservar las concesiones de los gobiernos anteriores, sino alcanzaron un pacto público-privado sin precedentes para la ampliación de la frontera agrícola. Después del conflicto por el TIPNIS, Morales no dudó en firmar cientos de títulos de propiedad de la tierra, otorgando derechos sobre varios millones de hectáreas a favor de medianos y grandes propietarios. Además, consolidó los cultivos transgénicos, concedió facilidades crediticias, suavizó las sanciones contra las quemas y desmostes, abrió mercados de exportación, aprobó la producción a gran escala de biodiesel. Todo a cambio de promesas vacías de que el sector agro-extractivo, en un futuro no muy lejano, sería la nueva locomotora económica ante el declive del negocio gasífero.
El pacto entre la élite cruceña y el gobierno de Evo Morales es una relación tóxica que rápidamente marcó el norte del gobierno transitorio de Jeanine Áñez. Los soyeros no dudaron en vociferar, sin ninguna evidencia, de que la economía boliviana puede crecer a un ritmo de siete por ciento anual si acaso el gobierno concede más favores. Pretenden la consolidación de la propiedad de la tierra a gran escala, nuevas y masivas inversiones públicas de “reactivación”, libre exportación y eliminación de controles ambientales. Son exigencias que solo profundizan la desigualdad social y económica.
¿Podría esta élite retomar el poder político en las próximas elecciones? La respuesta es sí. Camacho ya está en campaña y pretende alcanzar la necesaria proyección nacional de la mano del potosino Pumari. Sus privilegios de logia no están en duda y han sido evidentes para todos desde el momento en que desplegó contactos, nexos familiares y afiliaciones corporativas para incrustarse dentro del gobierno transitorio y conformar alianzas con políticos conservadores de la vieja guardia. Se presenta como un nuevo actor político en un escenario polarizado, donde su éxito electoral no dependerá tanto de sus méritos o ideas como del voto anti-masista.
La élite rentista se encamina a protagonizar la carrera electoral y levantando las banderas de la democracia, pero siendo profundamente antidemocrática. Cualquier proyecto de democratización medianamente razonable implicaría afectar los intereses de los poderosos y cuestionar sus privilegios rentistas. Y algo así es incompatible con la existencia misma de la élite. Sería atentar el cordón umbilical que le une a la economía extractiva.
* El autor es Director de la Fundación TIERRA.