Transgénicos, los debates pendientes

El debate sobre los transgénicos tiene demasiadas implicaciones para dejarlo en manos de la biotecnocracia. Los biotecnólogos que fungen como asesores de primera línea del gobierno y sector agroempresarial están imponiendo una agenda política miope para no hablar del sistema agroalimentario que queremos los bolivianos.

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Cualquier cambio tecnológico de tipo revolucionario tiene consecuencias directas e indirectas, y conlleva riesgos y beneficios no identificables del todo desde un inicio. Los cultivos transgénicos tienen estas características y, a pesar de que están presentes desde los noventa, siguen apareciendo interrogantes y nuevas evidencias sobre sus impactos en campos tan diversos como la ingeniería agronómica, medioambiente, economía, derecho, entre muchos otros.

Sin embargo, en Bolivia, el debate sobre los impactos de los transgénicos ha sido confinado y reducido al campo de discrepancias sobre bioprocesos, con unos negando y otros denunciando los riesgos biológicos y peligros para la salud humana. Una discusión biotecnicista de espaldas a la complejidad de la realidad nacional. Los biólogos y biotecnólogos pro-transgénicos son los grandes responsables de este reduccionismo, a pesar de la resistencia de varios grupos de activistas preocupados por los efectos ambientales, socioeconómicos y otros. Esta polémica miope está siendo agendada de forma deliberada porque cumple una función utilitaria para quienes rehúyen la responsabilidad de entablar debates sustantivos, plurales y democráticos, desde distintas perspectivas y especialidades.

Ilustremos la importancia de ampliar la mirada tomando el caso de uno de los cambios tecnológicos que tiene más historia. La energía nuclear es un logro científico y revolucionario que trajo consigo múltiples riesgos y, también, beneficios. En el campo técnico, la contaminación radioactiva se constituyó en el mayor riesgo asociado, un dolor de cabeza que consumió la vida de los físicos volcados controlar accidentes. A pesar de la amenaza radioactiva, la energía nuclear tenía un alto potencial para la generación de electricidad a bajo costo. Por esta razón, muchos países abrazaron la nueva tecnología e instalaron centrales nucleares, cada vez menos contaminantes. Pero pronto, en el campo militar, se interesaron en el potencial destructivo y comenzaron a fabricar bombas atómicas capaces de dinamitar una y otra vez el planeta entero. Ante esta realidad, la radioactividad pasó a un segundo plano y la mayor preocupación se centró en cómo detener la carrera armamentista nuclear; razón por la que, finalmente, países y gobiernos adoptaron severas restricciones para el uso del logro científico en cuestión.

Entonces, volviendo a los transgénicos, las consecuencias (positivas y negativas) que emergen fuera del campo biotecnológico son las que, en definitiva, condicionarán su uso o los términos de adopción. En otras palabras, un hipotético fallo, incluso siendo por consenso entre los biólogos y los expertos en genes, afirmando que los transgénicos son alimentos seguros o que los riesgos biológicos son aceptables, no tiene porqué ser suficiente ni concluyente para la decisión de legalizar más cultivos y más eventos transgénicos. 

La ingeniería agronómica es uno de los campos de conocimiento llamado a decir su palabra. Al menos, los registros estadísticos de las cosechas ponen en duda las promesas de mayores rendimientos agrícolas con el uso del paquete de semillas transgénicas y su herbicida a base de glifosato. Cuando existía soya convencional, Bolivia producía hasta 1,7 toneladas por hectárea, pero el rendimiento promedio de los últimos cincos años no luce muy distinta: tan solo dos toneladas de soya transgénica. ¿Dónde está el salto productivo? Otra cuestión a dilucidar es si la tolerancia en ascenso imparable de las plagas a los agrotóxicos es un fenómeno atribuible a la agricultura en general o esta provocado, en mayor o menor medida, por los transgénicos. Los gigantes fabricantes de los insumos agrícolas niegan responsabilidades y descalifican cualquier estudio que modifique, rectifique o matice sus verdades.

Los pro-transgénicos divulgan afirmaciones todavía más sorprendentes, como que el uso de agrotóxicos sería mucho mayor sin la presencia de los cultivos transgénicos. Pero la realidad parece ser otra. Mientras el uso agrícola de los plaguicidas en Brasil supera las 300 mil toneladas anuales, 200 mil en Argentina y 22 mil en Paraguay; los países con cultivos convencionales utilizan mucho menos. En Chile ronda por 9 mil toneladas y Perú emplea 10 mil toneladas anuales. Bolivia rocía entre 20 mil a 25 mil toneladas de plaguicidas por año. Incluso exponiendo estas cifras por hectárea cultivada, las tendencias y brechas persisten. Entonces, ¿cómo se sostiene la aseveración de que las semillas transgénicas reducen el envenenamiento de los suelos?

En el campo de la economía, las diversas visiones convergen a la hora de admitir que los transgénicos son funcionales al control monopólico de la agricultura por parte de los capitales transnacionales. En el caso boliviano, un factor agravante es la dependencia de la importación del 100 por ciento de los insumos agrícolas. Aunque, ciertamente, los transgénicos no son el origen del agronegocio y de la tenencia latifundiaria de la tierra (algo en que atinan los pro-transgénicos), lo cierto es que agravan y exacerban la monopolización del agro, el modelo de los monocultivos y el lucro corporativo. Ante una política de Estado de reducción de las brechas de desigualdad, los cultivos con genes modificados juegan el papel de fuerzas obstaculizadoras. 

En cuanto a derechos de propiedad, los transgénicos que se pretenden legalizar en Bolivia están protegidos por patentes y licencias. A menudo se oculta esta faceta trayendo a colación ejemplos de bioproductos libres de patentes como la papaya hawaiana. En el país se busca masificar la soya y el maíz transgénicos, donde el productor pierde la libertad de usar parte de su cosecha como semilla nueva para el siguiente ciclo agrícola. Las transnacionales como Bayer-Monsanto, niegan el derecho de obtentor a los agricultores y toman recaudos legales en cada país para tener el poder de inspeccionar los campos de cultivos, perseguir y penalizar a los productores infractores.

Un tema conexo y con connotaciones sociales es la propiedad corporativa de los organismos vivos, en este caso, las semillas. Cualquier amague de regulación causa fobia entre los pro-transgénicos; sin embargo, es posible como un derecho social y político de la gente. En Argentina, la ley de semillas no reconoce la propiedad privada de los organismos vivos, impide inspecciones compulsivas de los cultivos y permite a los agricultores utilizar su cosecha como semilla. Bayer, al no haber podido doblegar la normativa a su favor, acaba de anunciar que dejará de comercializar su soya Intacta RR2.

En suma, los pro-transgénicos ligados a los intereses transnacionales, se afanan por restar relevancia a estas y otras cuestiones, buscando mantener la atención pública encasillada en el campo biogenético. Estos operadores que dan la cara por las transnacionales se pueden agrupar al menos en dos bloques. Un primer grupo conformado por biólogos o ingenieros con formación y competencias específicas en el estudio y manipulación de genes en laboratorio. Ganan notoriedad divulgando explicaciones biotécnicas que, si no llegan a ser convincentes, son ininteligibles para la mayoría; por lo tanto, irrefutables. Construyen sobre sí mismos una imagen de científicos apegados al conocimiento riguroso y, blindados por este halo de cientificidad, se lanzan a desestimar aquellas implicaciones que se discuten fuera del campo biogenético, sin más argumentos que sus propios juicios de valor.

Un segundo grupo conforman quienes podrían llamarse los biopublicistas. Este bloque puede estar bastante poblado y a la vez ser diverso, pero aquí hablamos de quienes, sin ser necesariamente ingenieros biotecnólogos, tienen perfiles híbridos, con inclinaciones hacia la gestión comercial de los transgénicos, el cabildeo y el marketing comunicacional. Se presentan como expertos con membresía internacional y académica, algo en que hacen especial énfasis al momento de respaldar sus explicaciones y sugerir recomendaciones a las autoridades políticas. A menudo repiten que prácticamente todos los riesgos potenciales, técnicos y no técnicos, ya han sido rigurosamente evaluados en los países desarrollados y que nada o poco se puede hacer a nivel nacional. Emplean ejemplos como que, si una vacuna ha sido testeada en Europa, sería ocioso repetir el examen en Bolivia. La diferencia con los primeros estriba en que los biopublicistas son promotores del uso comercial de la biotecnología antes que genetistas o científicos. A ellos no les quita el sueño la falta de honestidad intelectual. Sesgar la información es parte de su trabajo.

En conclusión, el debate sobre los transgénicos tiene demasiadas implicaciones para dejarlo en manos de la biotecnocracia. Los biotecnólogos que fungen como asesores de primera línea de ministros de Estado, comisiones de bioseguridad o gremios agroempresariales, están imponiendo una agenda política miope en lugar de contrastar sus versiones con las voces disidentes de sus pares. Los debates pendientes que pretenden soslayar son decisivos para el perfilar el sistema agroalimentario que queremos. El sector público, las universidades, las organizaciones de desarrollo y otros, están entre los llamados a expandir y democratizar el debate sobre los transgénicos, facilitando herramientas analíticas, metodologías y espacios cualificados para diálogos sustantivos.

* El autor es investigador de la Fundación TIERRA.

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