¿A dónde van a parar las tierras devastadas por la deforestación? En Bolivia no hay políticas de recuperación de tierras sobrexplotadas por el agronegocio soyero. Los agropecuarios del oriente prefieren desmontar más bosques para cambiar el uso de suelo en lugar de adoptar prácticas de conservación y recuperación de las tierras agotadas.
En Bolivia, el incremento de la producción agrícola es una consecuencia de la multiplicación de las tierras arables. En 2013, las autoridades nacionales, sin titubeos, proyectaron transitar de 3 millones de hectáreas a por lo menos 13 millones de hectáreas hasta 2025. Para alcanzar esta meta ambiciosa, implementaron una serie de normativas y medidas que han acelerado el desmonte de bosques a gran escala. Hoy en día, anualmente se deforestan alrededor de 300 mil hectáreas y se desmontaron cerca de 7 millones de hectáreas a nivel nacional en los últimos 20 años. A pesar de esta devastación masiva, la frontera agrícola no pasa de 4 millones de hectáreas. A toda vista, la deforestación está por encima del ritmo de la ampliación de la frontera agrícola, de modo que no existen sinergias ni avanzan en misma proporción ni ritmo.
Entonces surgen cuestionamientos inevitables como ¿a dónde van a parar las tierras devastadas por la deforestación? Las investigaciones de largo aliento señalan que una razón central es que una parte de los nuevos desmontes sirve para sustituir los suelos degradados por la producción intensiva de monocultivos como la soya (Colque, 2022). Los agropecuarios, sean grandes, medianos y pequeños, en vez de recuperar y conservar la tierra prefieren desmontar para habilitar nuevas tierras cultivables. Dicho de otra manera, las tierras agrícolas agotadas en productividad no son sometidas a un proceso de recuperación, sino directamente son desplazadas de la zona de producción agrícola a cambio de nuevas tierras deforestadas. En este escenario, la deforestación no solo nos conduce hacia un país sin bosques, sino funge como cortina de humo para encubrir un problema de fondo: los altos costos ambientales del agronegocio soyero.
En este contexto, urge preguntarnos ¿Quién y cómo se regula la entrada y la salida de tierras a la frontera agrícola a gran escala? Y sobre todo ¿por qué los agropecuarios prefieren desmontar en lugar de adoptar prácticas orientadas a la recuperación y manejo sostenible?
Un problema para el análisis es que en Bolivia no existen datos actualizados sobre la situación de tierras agrícolas desgastadas. Las estimaciones generales indican que al menos el 35% de las tierras agrícolas necesitan algún tipo de intervención para su recuperación (FAO, 2011). Como es de esperar, el sector agropecuario del oriente no tiene datos sobre la cantidad de áreas en proceso de desertificación o sobre cuantas están en proceso de recuperación. Hoy al parecer, el aumento permanente de los suelos degradados en zonas agroindustriales es un hecho inevitable porque aquellas tierras introducidas tempraneramente para la soya transgénica presentan señales de agotamiento.
La situación se agrava con la ausencia de políticas específicas que aborden la recuperación de suelos degradados por el agronegocio. Si bien hay algunas iniciativas como la estrategia nacional de Neutralidad en la Degradación de las Tierras que refieren a la necesidad de cuidar y recuperar suelos, no hay resultados concretos ni se ha logrado establecer el estado de arte de este problema público. Por su parte, los agropecuarios frente a la baja rentabilidad agrícola por el agotamiento de los suelos lo que hacen es masificar el uso de agroquímicos como si fuese la única salida.
Una segunda aproximación es que el Gobierno, en vez de promover prácticas sostenibles, busca salidas rápidas como seguir eliminando los bosques. En su afán de incrementar los cultivos para biocombustibles implementó varias políticas que desregulan el control agroambiental (Ley 117, Ley 502, Ley 739 y Ley 952). Estos cambios, aparte de acortar los pasos burocráticos para agilizar las solicitudes de nuevas áreas de desmonte, redujeron las sanciones a los desmontes ilegales (Telleria, 2021). En la práctica, los agropecuarios prefieren pagar las multas porque así evitan la burocracia y sobre todo abaratan los costos. Esto da entender que, en el fondo, la naturaleza es percibida como infinita y explotarla es más barato que adoptar las prácticas sostenibles.
Finalmente, algunas investigaciones establecen que la política de “fácil” acceso a nuevas tierras, sean fiscales o través de la compra o alquiler como un factor determinante para que los actores rurales prefieran deforestar lo que tienen (Colque, 2022). Es decir, la frenética deforestación está pautada por la distribución politizada de las tierras que incluso afectó áreas no tradicionales como la Chiquitania y por la masificación de la compra y venta de tierras en zonas restringidas como son los territorios indígenas. Además, el acceso fácil a derechos de uso está provocando la habilitación de tierras sin potencial agrícola en el mediano plazo, como son las tierras ganaderas o los humedales. Estas tierras entran a un proceso de productivo sin mayor planificación de acuerdo a sus capacidades y lo más preocupante es que en poco tiempo quedarán devastadas.
En suma, la ampliación de la frontera agrícola que está por detrás de la deforestación presenta pocos resultados porque está vinculada a un modelo extractivo que reproduce un ciclo vicioso de introducir y desechar las tierras sin mayor reparo ambiental. El discurso estatal de mayor seguridad alimentaria a cambio de deforestación es un espejismo promovido por los agropecuarios de oriente para ocultar las externalidades ambientales de un modelo agrícola depredador de la Madre Tierra.
En este contexto, las acciones para frenar la deforestación no deben limitarse a acciones puntuales como la reforestación o la distribución de plantines, sino y sobre todo pasa por adoptar iniciativas gubernamentales que aborden temas subyacentes como el exigir a los agropecuarios la obligatoriedad de recuperar los suelos degradados por los monocultivos.