Chiquitanía, la tierra prometida

El intento del INRA de asentar 69 nuevas comunidades campesinas en 130 mil hectáreas de tierra fiscal de la Chiquitanía ha abierto un nuevo foco de conflicto por la tierra en Santa Cruz. ¿Qué hay detrás de estos hechos que reavivan las tensiones entre el occidente y oriente?

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Una tarde calurosa, Gerardo B. narra frente a un grupo de oyentes su experiencia de dirigente para conseguir en la Chiquitanía cruceña el asentamiento de una comunidad campesina en 1.800 hectáreas de tierra fiscal. Es oriundo de una zona rural de Chuquisaca pero migró a Santa Cruz hace 25 años y desde hace cinco años lucha por consolidar la creación de una nueva comunidad a ocho horas de viaje por carretera desde la ciudad de Santa Cruz y a 15 kilómetros de distancia desde la carretera que conecta San José de Chiquitos con San Miguel de Velasco.

Su periplo tiene que ver con la política de distribución de tierras fiscales. Como muchos otros, Gerardo y otras 35 personas fundaron su comunidad campesina en la oficina de un notario de fe pública en la ciudad de Santa Cruz, sin siquiera haber pisado una sola vez la zona de asentamiento. Sólo recibieron del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) un papel con las coordenadas geográficas para tomar posesión de la tierra prometida. De la mano de un geógrafo que conocieron en los pasillos del instituto, ingresaron al monte para reconocer el terreno. Se encontraron con una zona remota sin caminos, sin agua, menos energía eléctrica o una escuela para los hijos. Recién comprendieron que estaban bastante lejos de ocupar de forma permanente esas tierras y sobrevivir a la visita de inspección del INRA que tendría lugar en un plazo de dos años para verificar si vivían ahí y trabajaban la tierra.

San Miguel de Velasco en alerta

El sábado 30 de marzo de 2019, cerca de mil personas acudieron al llamado del Comité Cívico Pro Santa Cruz para reunirse en la plaza central de San Miguel de Velasco en defensa de la Chiquitanía amenazada por la llegada de gente del occidente. La reacción se originó ante la noticia de que existían autorizaciones del INRA para el asentamiento de 69 comunidades en 130.000 hectáreas de la región Chiquitana.

Las intervenciones arrancaron con los testimonios de indígenas chiquitanos afectados por los avasallamientos. El representante de los pequeños y medianos ganaderos, Carlos Saucedo, denunció la impotencia que sienten ante la llegada de gente ajena que quiere quitarles la tierra. Una pobladora de apellido Algarañaz reveló el avasallamiento por parte de una comunidad de colonos que mata sus ganados, quema sus tierras y corta los alambres. La representante de la comunidad La Bonanza testificó que sus trámites agrarios no son atendidos por el INRA con la misma celeridad que lo hace para los nuevos asentamientos. Luego llegó el turno de las autoridades regionales: alcaldes de todos los municipios de la provincia Velasco, autoridades indígenas y municipales de las provincias aledañas, comités cívicos y otros representantes. El alcalde de San Miguel, Oscar Hugo Dorado Flores, subrayó que no autorizó ni uno solo de los asentamientos denunciados y que defenderá el territorio migueleño ante cualquier tipo de agresión. Luis Alberto Áñez, presidente del Comité Cívico Provincial de Santa Cruz, exhibió sin recato a dos niños frente a las cámaras con una pancarta que decía, “Pedro, no te voy a perdonar por regalar la parte de tierra que me tocaba!!”. El aludido es Pedro Damián Dorado, actual viceministro de desarrollo rural y agropecuario y exalcalde de San Miguel calificado de traidor por apoyar los asentamientos.

Las resoluciones leídas al final del acto se pueden resumir en tres puntos: 1) exigir la nulidad de la dotación de tierras de las 69 comunidades, 2) exigir al gobernador la instalación de la Comisión Agraria Departamental (CAD) para supervisar los asentamientos, 3) Exigir al INRA la remisión al gobierno departamental de todas las resoluciones de distribución de tierras fiscales del departamento de Santa Cruz.

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Los cálculos político-electorales del MAS

Pocos días antes de la concentración de San Miguel, en un acto de entrega de resoluciones de asentamientos, Aida Gil, dirigente de la Organización Indígena Chiquitana (OICH) aseveró: “Quiero decirles también que tenemos que ser gratos con nuestro proceso de cambio y tenemos que inscribirnos y sufragar en San Miguel. Ya es su territorio, ya dejaron de ser de donde migraron, en este momento que reciben resolución, que pisan tierra migueleña, ya son migueleños”. Algunas de las comunidades beneficiarias que recibieron este mensaje y la autorizaciones de asentamientos eran la comunidad campesina indígena Flor Chiquitana, San Javier, Mansoria 2, Nueva Belén 2 y Nueva Belén, 3 de octubre, San Antonio, Nueva Belén, 26 de Noviembre, Mansoria, Churatas, Tamborara, Villa Armonía, Juana Azurduy, San Miguel, Oriente Chiquitano, Santa Rosa, Villa San Juan, Nueva Uncía y Paraíso de Lomerío.

Tanto la dirigente chiquitana Gil como el viceministro Dorado son oriundos de San Miguel; sin embargo, son las cabezas visibles que defienden y promueven lo que los otros llaman avasallamiento, atropello o atentado. El objetivo político que no niega el MAS es modificar la correlación de fuerzas políticas mediante la inscripción de nuevos votantes en el padrón electoral. Los beneficiarios de las tierras, moral y políticamente, están obligados a empadronarse en los diferentes centros poblados de la Chiquitania para irradiar la presencia del MAS, capturar un mayor número de escaños en la Asamblea Plurinacional, en la Asamblea Departamental y, finalmente, para tomar el control de los gobiernos municipales. El antecedente inmediato es la casi duplicación de votantes en Pando. Es un proyecto que seduce a algunas dirigencias regionales para quienes se les abre las puertas del poder de la mano del MAS.

Por otro lado, está el poder político regional que reacciona jugando de nuevo con los sentimientos regionalistas y exacerbando los conflictos étnicos. Los comités cívicos, al ofrecer apoyo político o sus “mejores abogados” para defender a las comunidades indígenas chiquitanas, exteriorizan su trato paternalista hacia los originarios de la Chiquitania. Se ofrecen a levantar nuevas listas de beneficiarios indígenas de la región para que no haya ni un asentamiento más para la gente del occidente. Este sector del poder cruceño se suma al conflicto tanto porque ven en peligro su posición privilegiada en los enclaves del poder regional y departamental como también para proteger las medianas y grandes propiedades agrícolas y ganaderas. Pero el escenario es algo más complejo porque la otra parte de la élite cruceña, los agroempresarios, llámese ANAPO, CAO, CAINCO, FEGASACRUZ, tienen un pacto con el gobierno nacional que cuidar, para no exponer al peligro la ampliación de la frontera agrícola y el desmonte de los bosques cruceños para la producción de los agrocombustibles. Este sector se mantiene callado y, al final de cuentas, sabe que si esos asentamientos tienen valor productivo, pasarán mediante el tráfico de tierras a estar controladas por el agro-capital.

El uso político de las tierras fiscales

Los bosques secos chiquitanos en disputa, en realidad tienen un problema crucial que es la escasez del agua. El consumo humano depende de las escasas fuentes de agua y pozos profundos si acaso es posible excavar la tierra rocosa. La cría de ganado prácticamente depende de los atajados que cosechan agua de lluvia. Por eso, la pequeña ganadería que practican la mayoría de las familias indígenas no es sostenible económicamente ni es posible de ampliarla. Los medianos y grandes ganaderos son tales porque se apropiaron desde hace años de las pocas lagunas naturales que existen en la zona. Esta frágil situación económica está acelerando la migración rural-urbana, al tiempo que el MAS pretende la creación de nuevas comunidades campesinas e indígenas sin siquiera contar con planes y programas de asentamientos humanos.

El hecho que existan miles de personas inscritas como miembros de nuevas comunidades que nacen en las ciudades al menos tiene dos explicaciones. La primera, la mayoría de los beneficiarios no son trabajadores del campo cuya sobrevivencia depende de la agricultura o la ganadería. No son los típicos asentamientos de los años sesenta y ochenta que se caracterizaron por la dotación de tierras en San Julián o Cuatro Cañadas a campesinos de las zonas rurales más pobres de Potosí, Chuquisaca, La Paz o Cochabamba. Lo usual es que el beneficiario de hoy visita esporádicamente la zona, a veces contrata maquinaria para desmontar una parte del monte, pagan a los “cuidantes” y todos esperan que las autorizaciones de asentamientos se conviertan oficialmente en títulos de propiedad agraria. La segunda explicación es que la tierra prometida es una moneda de pago para los dirigentes campesinos o militantes de base estrechamente conectados con el MAS. Es fundamental que los beneficiarios tengan algún peso político al interior del partido para que el INRA les devele dónde existen tierras fiscales y entregue las coordenadas geográficas. Todo esto es posible para la gente que vive en las ciudades y tiene habilidad para moverse en los laberintos donde la información sobre tierras disponibles se maneja como secreto de Estado. Desde esta perspectiva, la tierra es vista como una oportunidad de monetización y una forma de retribución por los trabajos políticos desempeñados para la clase gobernante.

El lado negativo no es su parecido con los actos corruptos de los gobiernos militares de los setenta y ochenta que se dedicaron a convertir la tierra en moneda de pago por favores políticos sino la deslegitimación de la lucha por la tierra de los verdaderos destinatarios de la reforma agraria. En medio de tanto caos, los perdedores son las familias asentadas que efectivamente ocupan la tierra en condiciones extremas y las familias rurales que siguen viviendo en las zonas más pobres de Bolivia. Los primeros son la minoría entre los beneficiarios con asentamientos y los últimos fueron desplazados sin remedio al final de la lista de espera. El Estado al haber ‘funcionalizado’ a sus intereses de poder la distribución y redistribución de tierras, abandona a los más pobres del sector rural quienes siguen viviendo sin acceso seguro al agua, sin educación, salud, caminos o mercados.

Gerardo B. y su familia son la excepción en medio de este caos. ¿Qué los separa del resto? A diferencia de la mayoría de los enlistados para la creación de nuevas comunidades, él y los otros miembros de su comunidad sabían trabajar la tierra. Junto a otros comunarios, lograron ensanchar el camino comunal, levantar sus viviendas en medio del monte y habituarse a acarrear agua desde lugares alejados. No les costó esfuerzo aprender a producir yuca, maíz, frijoles, maní o sandías. “No tenemos miedo a la inspección del INRA para cumplir la función social”, dice con satisfacción.

Es que la tierra es para quien la trabaja y vive en ella, y así debería haber sido en todo momento.

 * El autor es Director de la Fundación TIERRA.

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