La “era de los biocombustibles” adolece de varias inconsistencias técnicas, económicas y políticas que apuntan a que el remedio resultará peor que la enfermedad.
El abastecimiento de diésel se torna color hormiga. Aunque el escenario de escasez es global, afecta con mayor fuerza a los países altamente dependientes de la importación de combustibles fósiles. Argentina, el principal proveedor de Bolivia, está enfrentando un panorama interno complicado de alta demanda de diésel y baja producción de este carburante. Esto significa que Bolivia pierde un mercado de importación estable.
Las amenazas de desabastecimiento crecen debido a los gastos públicos elevados. El 2021, el Gobierno Nacional desembolsó 1.500 millones de dólares para la importación de dos millones de toneladas de diésel y 612 millones de dólares para 725 mil toneladas de gasolina. El diésel constituye el 71% del valor total.
En estas circunstancias, el gobierno de Arce comenzó a apretar el paso para la instalación y puesta en marcha de plantas de producción de biodiesel de soya. También retomó las negociaciones con los agropecuarios cruceños para la legalización de más y nuevos cultivos transgénicos. El objetivo es reducir el gasto público y la importación del diésel. La solución planeada incluso tiene el respaldo de algunas voces independientes. Pero, escarbando un poco en el asunto, saltan a la vista varias inconsistencias que apuntan a que el remedio resultará peor que la enfermedad.
Un problema técnico es que la producción de la materia prima del biodiesel —es decir la soya— consume mucho diésel. Un informe técnico del año 2017, elaborado por el Ministerio de Desarrollo Rural y Tierras, concluye que para sembrar una hectárea de soya se utiliza entre 116 y 147 litros de diésel. Teniendo en cuenta variables agronómicas y técnicas que rigen en nuestro país, la cosecha se traducirá en unos 400 litros de aceite crudo. Es decir, por cada litro de diésel utilizado se llegaría a obtener entre 2,7 a 3,4 litros de biodiesel. Restando una parte del resultado atribuible a la participación de demás insumos agrícolas, la diferencia se achicará, acercándose a dos litros producidos por cada litro empleado. En consecuencia, el balance energético es frágil entre la energía fósil empleada y el biodiesel obtenido.
Esta correlación energética nada alentadora no es novedosa para los conocedores de la agricultura mecanizada. El agro a gran escala nació y crece sobre la base de un consumo cada vez mayor de petróleo como fuente primaria de energía. Desde el punto de vista termodinámico, el agro dominante es la menos eficiente de toda la historia. Incluso llega a consumir mucha más energía por unidad de energía producida. La ineficiencia empeora en nuestro país debido a los bajos rendimientos agrícolas.
En términos económicos, si la pretensión es reducir el gasto público, no tiene lógica la intención de sustituir el diésel convencional que se cotiza a precios más bajos que el biodiesel. Producir este último es costoso desde que existen las plantas de biocombustibles en el mundo. Según los datos de INE, el 2021 Bolivia exportó aceite crudo de soya a razón de 1.100 dólares la tonelada. Asumiendo que los costos de transformación de esta materia prima a biodiesel son insignificantes y sin pérdidas, producir cada litro de biodiesel costaría unos 0,92 dólares, es decir, 70% por encima del precio vigente al consumidor final (0,54 dólares por litro de diésel). El 2021, Bolivia importó diésel a 1.036 dólares la tonelada, lo cual supera a los años anteriores, pero ser mantiene por debajo de los precios de aceite crudo de soya y de biodiesel.
En términos de volumen, el biodiesel elevará el consumo nacional de diésel. La mayor demanda de soya exacerbará los desmontes mecanizados de bosques y la expansión de la agricultura mecanizada. Todo esto significa mayor consumo de diésel. Según la Agencia Internacional de Energía (IEA 2015), el sector agrícola de Bolivia duplicó su consumo de diésel entre 2006 y 2015, alcanzando el 40% del total, seguido por el transporte (54%) y la industria (6%). Entonces, el proyecto gubernamental de producir hasta el 25% del diésel (B25), intensificará este modelo de negocio, duplicará su sed de consumo en menos tiempo y concentrará más diésel subvencionado en manos de los agroindustriales.
Estas son algunas de las razones por las que el negocio de biocombustibles —el de biodiesel en particular— no es una alternativa realista ni viable frente la energía fósil. En la actualidad, ningún país planea seriamente lo mismo que Bolivia: producir biodiesel para sustituir las importaciones, reducir el gasto público o ambos. Estados Unidos, el gigante de biocombustibles, se provee de biodiesel hasta llegar al 4% del consumo total. Brasil, el líder del agronegocio soyero, llega al 10% de abastecimiento después de tres décadas de grandes inversiones. En estos países, los biocombustibles ocupan un lugar marginal como parte de la cartera de diversificación de riesgos agrícolas y, además, los gobiernos han tenido que rescatarlos de la quiebra en más una ocasión.
Presionado por las circunstancias, el gobierno de Arce cree en el biodiesel por una razón funcional para sus propios intereses: mantener a cualquier costo el congelamiento de los precios de carburantes vigente desde hace 18 años, a pesar de que esta medida se haya convertido en una de las subvenciones estatales más pesadas. Económicamente, las plantas de biodiesel apuntan al desastre, pero políticamente entrañan riesgos mucho menores para la clase gobernante. Modificar los precios de los combustibles, incluso segmentando la demanda y fijando valores mínimos, tendría un efecto desencadenante. La medida provocaría una elevación repentina del costo de vida, ésta se traduciría en protestas callejeras y la inestabilidad política conduciría al cambio de gobierno.
*Gonzalo Colque es investigador de la Fundación TIERRA.