El mundo ha ingresado a un periodo de desglobalización inusualmente prolongado. Desde el inicio de la década, el crecimiento del comercio internacional se ha desacelerado dramáticamente, las inversiones extranjeras no han dejado de caer y las economías nacionales se han ralentizado. Desde el campo de la política, el triunfo de Trump con su retórica de proteccionismo amurallado, el Brexit (la salida del Reino Unido de la Unión Europea) y hasta el previsible fracaso del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) están sembrando más dudas sobre el devenir del mundo interconectado. Estos hechos incluso han empujado a sentenciar que la globalización ha muerto.
Decir que la globalización ha caído como doctrina neoliberal que ideologiza el mercado autorregulado no es algo nuevo; constatar que vivimos en tiempos de crisis de un sistema global que traerá severas consecuencias para los países periféricos es algo que debería quitarnos el sueño. La influencia del neoliberalismo como política económica, ideología y elemento de crítica invocado por medio mundo está sumamente desgastada pero ello no significa el fin del capitalismo. Las redes y los mecanismos de dominación, desposesión y explotación están globalizados y serán fácilmente instrumentalizados para proteger los privilegios de los poderosos. Vivimos en una era que bien podría llamarse ‘la gran desglobalización’.
Desglobalización no significa que las naciones se aislarán totalmente unas de otras. Los votantes por el separatismo de Estados Unidos y Reino Unido tienen el sueño de repatriar con su decisión las fábricas instaladas en otros países, además de detener los flujos migratorios. Pero muchos dudan todo esto sea posible por una simple razón: los costos de producción serían altísimos operando lejos de las fuentes de materias primas baratas y sin trabajadores con salarios bajos. Además, la ilusión de que el retorno de fábricas generará empleo es solo eso, puesto que los inversores están encontrando soluciones tecnológicas cada vez más eficientes para reemplazar trabajadores por robots.
La desglobalización tampoco podrá detener otras formas de integración. La propagación tecnológica no tiene fronteras al igual que el avance de los medios de comunicación como la Internet. No se verán cambios en el papel diferenciado que juegan los países en desarrollo y los llamados países desarrollados, es decir, los primeros haciendo el trabajo sucio para los últimos a cambio de ingresos marginales.
No obstante, el retroceso global hacia las fronteras nacionales significa que estamos ante la emergencia de movimientos proteccionistas por parte de los países ricos. Las nuevas reglas de juego parecen apuntar a una batalla de tarifas y barreras. China es uno de los grandes jugadores, con una economía semi-estatizada, cuyas compañías operan en todo el mundo y cuando invierten en África y América del Sur centran su atención en la explotación de materias primas con mínimos beneficios para los países receptores. El dragón chino toma ventaja y se beneficia por igual tanto de la globalización como de las medidas proteccionistas que adopta para cuidar sus intereses. Otros jugadores de peso también son parte de los países BRICS –Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica–, combinan el libre mercado con la intervención estatal y el proteccionismo, una fórmula que ahora los encamina a ser los líderes del mundo multipolar emergente.
Con sus pros y contras, sutil o abiertamente, las políticas proteccionistas son una constante de la historia. Tal como Ha-Joon Chang explicó, el proteccionismo sentó las bases económicas de los países ricos, los cuales una vez en la cima del esquema piramidal, se dedicaron a predicar políticas neoliberales para impedir que otros también tomen el mismo camino. En estas circunstancias, este tipo de políticas en realidad son mecanismos de dominación de los países pobres que con justa razón buscan su emancipación y nuevos modelos de desarrollo.
Bolivia se benefició del ciclo ascendente de la globalización vía altos precios de materias primas, principalmente en el sector de hidrocarburos, minerales y agricultura de exportación. Las inversiones extranjeras potenciaron la explotación extractiva de recursos; para ser más precisos, tomaron control sobre la renta generada por la mercantilización de la naturaleza antes que poner en marcha fábricas o industrias para generar fuentes de empleo. El Estado se hizo cargo de este último reto mediante la creación de empresas estatales.
La gran desglobalización implica para Bolivia pérdidas económicas por el desplome de los precios de materias primas. ¿Cuán preparados estamos para este largo invierno? Una pauta básica es que no debemos esperar un contexto internacional favorable en el corto plazo, al contrario, es más razonable prever que las consecuencias negativas podrían extenderse por décadas. El 2016 acaba de cerrarse con resultados económicos preocupantes por segundo año consecutivo, el crecimiento económico se desacelera, el valor de las importaciones supera a las exportaciones, el déficit fiscal retorna después de años de superávit y reservas acumuladas, la inversión pública y extranjera decrecen y la presión para flexibilizar el tipo de cambio aumenta. La tendencia general no es nada alentadora.
Un obstáculo de carácter estructural es que no hemos cimentado la competitividad del país. En mucho o poco, el rentismo no incentiva ni depende de aquel trabajo generador de riqueza. La ausencia de correlación entre capital invertido y tasas de ganancia explica la falta de diversificación de la matriz productiva y el previsible fracaso de las empresas estatales. El proteccionismo boliviano que rige está orientado casi de forma exclusiva a tutelar las empresas ineficientes que sobreviven transfiriendo sus altos costos a los consumidores. Un ejemplo está en el mercado nacional de vuelos comerciales. Según un estudio de la agencia internacional de viajes Kiwi.com, Bolivia –solo después de Venezuela– es el país de la región donde es más caro viajar en avión, con un costo promedio de 25,7 dólares por cada 100 kilómetros. Las diferencias son considerables con todos los países vecinos y más aún con respecto a Brasil donde rige 8,8 dólares. Lo llamativo es que este alto costo para el viajero tiene lugar a pesar del dominio cuasimonopólico de este mercado por parte de la empresa estatal Boliviana de Aviación (BoA).
En suma, la prolongada desglobalización podría dar paso a un nuevo orden internacional marcado por un mundo multipolar que comienza a tomar forma y la irrupción del populismo nacionalista de tipo reaccionario. Bolivia está expuesta a nuevos peligros. Nuestro experimento de capitalismo de Estado en la periferia –cuyas deficiencias son inocultables ante la caída de precios internacionales– no es tan sólido como aparenta en la propaganda estatal. Esto significa que mucha gente en situación de vulnerabilidad corre el riesgo de retornar a su situación anterior: la pobreza.
* El autor es Director de la Fundación TIERRA.